Veinticuatro horas en la vida de una mujer sensible

Veinticuatro horas en la vida de una mujer sensible

Salm, Constance De

Editorial Editorial Funambulista S.L.
Fecha de edición julio 2011

Idioma español
Traducción de Lacruz, Isabel
Prologuista Freixas, Laura

EAN 9788496601703
176 páginas
Libro


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P.V.P.  11,00 €

Sin ejemplares (se puede encargar)

Resumen del libro

Publicada en 1824 (y reeditada recientemente en Francia con un inesperado éxito de ventas: más de cien mil ejemplares en pocas semanas), esta novela epistolar trata del tema de los celos con extraordinaria penetración psicológica, pues, como dice Laura Freixas en su postfacio, es un finísimo estudio de toda la gama de emociones que puede provocar una situación puramente imaginaria; un retrato terrible, y muy instructivo, del amor como una forma de autismo .
La narradora pasa por todas las etapas del calvario al descubrir a la salida de la Ópera la traición de su amante, que sube a la calesa de otra mujer. Son 46 cartas redactadas a este amante en el espacio de un día, en una perfecta unidad de tiempo, acción y espacio.
Novela sutil y llena de clima en la que sin duda se inspiró Stefan Zweig para su célebre 24 horas en la vida de un mujer, esta obra (traducida por vez primera al español en la excelente versión de Isabel Lacruz, recreando el refinamiento y la precisión de la lengua original), es un autorretrato exquisito de la verdadera sensibilidad , no sólo la que actúa sobre los afectos del alma, sino aquella que ilumina y engrandece la mente.
¡Extraña fuerza, la del corazón humano! Cuando, arrastrados por la pasión, nos forjamos miles de temores quiméricos, en cierta manera nos complacemos abandonándonos a ese delirio
Constance Marie de Théis princesa de Salm después de contraer matrimonio con Joseph de Salm-Reifferscheid-Dyck nació el 7 de noviembre de 1767 y murió el 13 de abril de 1845. Hija del conde de Nantes, fue educada por su padre según preceptos ilustrados y, con sólo dieciocho años, publicó sus primeros poemas en el Almanach des Muses. Poetisa y dramaturga, a la que sus contemporáneos llamaron la Musa de la Razón , fue la primera mujer admitida en el Lycée des Arts. De sus obras hay que destacar la ópera Sapho y Épître aux femmes que Constance de Salm leyó en público en 1797 y que la convirtió en el símbolo de la defensa de la causa femenina en el ámbito artístico. Fundó un brillante salon littéraire en el que participaron, entre otros, Alexandre Dumas, La Fayette y Alexander von Humboldt.
El mismo Stendhal la citó en su obra autobiográfica Vie de Henri Brulard.
FRAGMENTO: A madame la princesa de ***
A vos, señora y amable amiga, dedico esta pequeña novela en la que el tema, la forma, el tipo de observaciones sobre las que se basa, todo, difiere de mis otras obras; así pues, para vos, para el público y para mí misma, se imponen, a mi entender, algunas explicaciones.
La empecé hace más de veinte años. Le daba, a la sazón, y sigo dándole, poca importancia.
Sometiéndome a la ley de no escribir ni una sola palabra que no estuviese dictada por el sentimiento o por la pasión, haciendo sentir, en el breve espacio de veinticuatro horas, a una mujer vivaz y sensible todo lo que el amor puede inspirar de embriaguez, de turbación y, sobre todo, de envidia, tan sólo quería hacer una novela sobre una idea que me gustaba, dando con ella respuesta a algunas recriminaciones que me habían sido dirigidas acerca del tono serio y filosófico de buena parte de mis libros. Aquellos con los que me estrené en la literatura constituían ya una respuesta suficiente; pero los usos y costumbres dictan de tal manera que las mujeres que escriben traicionen sin cesar el secreto de sus más tiernas sensaciones, que las que logran encerrarlas en su corazón parecen, de algún modo, experimentar pocas de ellas, o cuanto menos, menospreciar esa sensibilidad que constituye sin duda uno de los más hermosos atributos de nuestro sexo, pero que cada cual concibe y expresa según su carácter y la naturaleza de su propio talento.
Mediante estas cartas he querido, así pues, rendir un nuevo tributo a las costumbres y demostrar que la inclinación por las obras serias no excluye en modo alguno la sensibilidad.
Pensé incluso (pero renuncié al proyecto) añadir una discusión en la que defendía y es mi opinión que la verdadera sensibilidad es una cualidad demasiado bella y poderosa para incidir tan sólo en los afectos del alma; que también ilumina y agranda el espíritu; que no constituye en menor medida el crisol de los pensamientos elevados y filosóficos que el de las ideas amables y tiernas, y que incluso es condición más que necesaria para ellos. Sea como fuere, durante tiempo y en varias ocasiones me dediqué a esta novela con la que quería esbozar un cuadro o, mejor dicho, una especie de estudio sobre el corazón de una mujer. Sin embargo, la dificultad de mantener el interés únicamente mediante el análisis de los sentimientos me pareció exigir demasiado trabajo para una obra de esta clase. La abandoné y, seguramente, la novela no habría prosperado de no haber sido porque, hallándome en el campo y lejos de mi país durante los años de guerra que acabamos de vivir (1814 y 1815) la imperiosa necesidad de una intensa distracción la avisase de repente en mi recuerdo.
Fue entonces cuando la terminé y nunca diré lo bastante cuánto me sirvió en aquellos momentos de agitación y de soledad. Calculando los simples y meros acontecimientos; escribiendo estas cartas para las que ninguna expresión me parecía lo bastante apasionada, ni ninguna frase lo suficientemente armónica; tratando de describir la envidia, no en su furor sino en el dolor que provoca en un alma ardiente y sensible, olvidaba en cierta manera todo aquello que llamaba la atención de mi mirada; las convulsiones del mundo parecían diluirse, para mí, en las desgracias imaginarias de mi heroína, y este beneficioso favor que le debía al trabajo no es de los menores que la novela me deparó. Confesémoslo sin más: en todo lo relativo a esas vivas sensaciones hay algo que afecta tan de cerca, que se confunde tan ajustadamente con la idea que uno se hace de la verdadera felicidad, que se eleva con tanta naturalidad por encima del hombre y de las cosas, que el autor que puede asociar esta ilusión al encanto de su trabajo hallará sin duda (al menos durante unos instantes) uno de los más dulces consuelos que nos es dado probar en esta tierra.
Con todo, esta breve novela es tan distinta de mis otras obras que, a pesar de que cuando la terminé tuve la intención de publicarla, dudé en hacerlo durante tiempo: incluso no hubiera podido decidirme si no hubiera visto en ella un objetivo realmente moral, que la estrecha moldura con que la he enmarcado ofrece de una manera, creo, aún más contundente. La envidia es un mal tan común entre las mujeres, influye tanto en su felicidad, las compromete tan a menudo y de tan variadas maneras, que resulta imposible que una serie de acontecimientos y desarrollos que les muestran, en cada palabra, hasta qué punto esta pasión puede extraviarlas, no les ofrezca una útil y gran lección. Por un momento me tentó incluso la idea de convertir esa lección en algo más fuerte, desencadenando, a partir de las imprudencias de mi heroína, desgracias más graves que aquellas por las que se atormenta su viva imaginación; pero temí alterar así el carácter simple e ideal de la obra. Consideré que todo debía suceder, por así decirlo, en el alma, y que una moral demasiado severa, o mejor dicho, demasiado positiva, no casaría con el tipo de sensaciones que quería mostrar.
Por último, el breve lapso de tiempo en el que he constreñido el tema exige, a mi juicio, también alguna que otra explicación. Quizá se diga, en un primer momento, que hay aquí cierta clase de imposibilidad. Por poca importancia que tenga realmente esta observación, el caso es que me la hice a mí misma y quise poder darle una respuesta. Me di cuenta del tiempo necesario para escribir con rapidez estas cartas; calculé con detalle los intervalos que debían separarlas, y puedo asegurar que si bien no es corriente escribir tamaña cantidad en veinticuatro horas es, cuanto menos, posible. Considero que ello basta para una novela.
Ésta es, amable amiga, la historia completa de esta pequeña obra. Me queda sólo referiros los motivos que me llevan a dedicárosla. Los expondré en breve: nadie los apreciará mejor que vos; vuestro espíritu preclaro juzgará su mérito, si lo tiene; vuestro raciocinio, las verdades que, en su caso, ofrezca; y vuestra alma, señora mía, tampoco permanecerá fría e indiferente ante el relato de estos sencillos dolores. Desde hace tiempo conozco, mejor que vos misma, la fuerza y sensibilidad que vuestra alma atesora; he sabido leer a través de ese velo de sabia reserva con que la naturaleza ha revestido vuestras bellas y nobles cualidades; mil veces he adivinado en vos ese gesto que nos lleva a hurtar al mundo las emociones que éste tal vez no es capaz de sentir como nosotras, y tengo para mí que no hay ni una sola de las sensaciones vivas y tiernas que me he complacido en hacer palpitar en el corazón de mi heroína que no halle en el vuestro, señora, el sentimiento capaz de concebirla o la indulgencia que sepa excusarla.
Esta convicción es la que hizo nacer en mí la idea de ofreceros estas cartas. Esta dedicatoria no tiene nada en común con aquellas de todo tipo consagradas por los usos y costumbres; es la sencilla expresión de la verdad y de la amistad; pero este homenaje del corazón, y la justicia que me permite, señora, rendiros, cobrarán aún más valor a vuestros ojos.
CARTA I
Miércoles, a la una de la madrugada Amor, ángel de mi vida, ¡todo es turbación y confusión en este alma mía! Desde hace una hora cumplida, espero, confío. No logro persuadirme de que no hayas venido, de que por lo menos no me hayas escrito algunas líneas tras esta velada fatídica. Es la una de la mañana...
¡Tal vez estés aún en casa de esa mujer...! ¡Qué noche me espera! ¡Ah, Dios mío! Ni uno sólo de mis pensamientos no es de dolor. Sabe el cielo que la mínima duda sobre tu cariño se me aparecería como una horrible profanación; sin embargo, ¿no hay nada más que no sean estas largas horas de desesperación?
CARTA II
Buenos días, estimado amigo; heme aquí; la noche ha sido espantosa. Tu imagen, la de esa mujer, han permanecido fijas ante mis ojos. Te veía, te oía, te hablaba, querido y cruel amigo; y veinte veces me he despertado con la frente cubierta de sudor, y con una ansiedad que querría poder describirte. ¿Lo intentaré?





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