Historia y anécdotas de las fondas madrileñas

Historia y anécdotas de las fondas madrileñas

Besas, Peter

Editorial La Librería
Fecha de edición marzo 2009

Idioma español

EAN 9788498730326
410 páginas
Libro


valoración
(0 comentarios)



P.V.P.  14,94 €

Sin ejemplares (se puede encargar)

Resumen del libro

Viajar en el siglo XIX no tenía ninguna de las comodidades de hoy en día. Para los viajeros que visitaban Madrid, llegar a su destino no era más que el inicio de una nueva aventura, en la que la búsqueda de un lugar donde hospedarse era una de las partes destacadas. Peter Besas, coautor del exitoso Madrid oculto, nos traslada al Madrid del siglo XIX, a través de los libros de viajes de decenas de autores que visitaron Madrid, algunos tan famosos como Alejandro Dumas. INTRODUCCIÓN El núcleo principal de la literatura de viajes del siglo XIX en España,
consiste en un cúmulo heterogéneo de libros escritos por
unos 250 viajeros extranjeros.1 La mayoría de estos provenían de Inglaterra, Francia, Alemania y los Estados Unidos aunque, ocasionalmente, también dejaron constancia escrita de sus aventuras viajeros de Portugal, Italia, Dinamarca, Latinoamérica e incluso de Rusia, añadiendo su granito de arena con descripciones y observaciones.
De este conjunto literario de reseñas, reminiscencias, revelaciones,
viajes, cartas, recorridos, notas, diarios, vistazos, impresiones,
visiones, andanzas o comoquiera sus autores decidieron en llamarlas,
la abrumadora mayoría se reducen a descripciones notablemente
similares, si no manifiestamente repetitivas. Casi todos los autores
incluyen una aburrida sección sobre el Museo del Prado y la
descripción de una corrida de toros, inevitablemente entusiasta la
primera y casi siempre condenatoria la última. Algunas veces añadían
unas paginas sobre la Armería Real, o la descripción de una
tarde en el teatro, pero no para valorar la calidad de la obra o de sus
actores, sino más bien para comentar los bailes nacionales presentados durante el entreacto, o el brillo de los almendrados ojos y el movimiento de abanicos de las provocativas señoritas que descaradamente flirteaban con sus admiradores. Otros viajeros, algo más formales, aportan un breve relato de la política española o una descripción de su llegada a la capital. Quizás un esbozo de la Puerta del Sol, de la calle de Alcalá o de las casi obligatorias impresiones del
elegante Paseo del Prado, con sus bellas damas, completa la lista de
esta diversidad ofrecida. Luego, una vez de vuelta a sus países,
estas descripciones fueron arregladas y sazonadas con una dosis de
páginas aleccionando sobre la inferioridad de la arquitectura en
Madrid, el atraso de las costumbres moriscas de España, el abominable uso del aceite y del ajo en la cocina, la lamentable adicción al tabaco y, para que no se considerara al autor arbitrario, una palabra o dos sobre la nobleza de los mendigos. En algunas ocasiones, los relatos de viaje fueron moderados por hipótesis sesudas sobre las verdaderas causas del atraso y declive histórico de España, por las razones de su orientalismo , que le llevó inexorablemente a la corrupción, con explicaciones por su fanatismo religioso, crueldad, pereza y el por qué todos los esfuerzos de modernización estuvieron condenados al fracaso.
Dada la riqueza de los temas a escoger, los escritores normalmente
consideraron la descripción de los detalles cotidianos que
distinguían la vida en Madrid de la de las otras ciudades del mundo
demasiado insignificantes y triviales para ser mencionadas. Con
todo, hubo dos actividades con las que todos los viajeros tuvieron
que enfrentarse, tanto entonces como ahora: encontrar alojamiento
y alimentarse. Sin embargo, solo en raras ocasiones nos encontramos
con descripciones de primera mano sobre el hotel o casa de
huéspedes donde el viajero se hospedó o comentarios sobre donde
comió o sobre los cafés donde pasó sus horas de ocio.
Cualquiera que haya pasado gran parte de su vida viajando
por tierra o por aire, tanto por negocios como por placer, y ha tenido
que cenar y pernoctar lejos del confort de su propia casa, se ha
dado cuenta de lo importante que son estas prosaicas consideraciones durante un viaje. Ciertamente, la cuestión de en qué cama van a yacer sus cansados huesos por la noche y en qué mesa va a saciar su apetito, pueden incluso tomar una importancia desmesurada conforme el día va avanzando y la noche comienza a caer. De forma molesta e incongruente, estas consideraciones son a veces capaces de ensombrecer altisonantes cuestiones de estética, economía, política y religión. Esto abarca de igual manera a los viajeros más humildes que cruzan la Península con mochilas a las espaldas y poco dinero en sus bolsillos, como a los más asalariados ejecutivos que recorren el país con todo lujo y comodidad. Un deficiente hotel con pésimo servicio, habitaciones ruidosas y mal iluminadas, recepción y vestíbulo oscuro, cuartos mal ventilados, recepcionistas incompetentes y camas incómodas, extremadamente duras o demasiado blandas, pueden volver incluso a un filántropo sonriente en un quejumbroso miserable. Con ojos adormilados e irritados, la sufrida víctima de una estancia en un mal hotel estará mal preparada para mostrar el entusiasmo necesario para apreciar las maravillas turísticas o para sobrellevar los compromisos de negocio de su agenda.
Por otro lado, una comida agradable en un buen restaurante, bien
servida, preparada con ingenio, y una habitación acogedora donde
recogerse por la noche, puede restablecer incluso al más mezquino
y dispéptico viajero el buen humor y conducir al incurable gruñón
a una disposición de serena armonía.
En el caso de Madrid, la tarea de encontrar estancias gratas
para pasar la noche podía ser una experiencia angustiosa, como lo
puede ser ahora, sólo que en el siglo XIX eran pocas y malas. El escenario que se podría presentar entonces, como ahora, es bien conocido para todo viajero experimentado. Uno llega muerto de cansancio a su destino ya tarde por la noche, y se encuentra que el hotel no ha reservado su aposento o que está completo. Es imposible encontrar una habitación en ninguna parte. O, quizás, la habitación es tan oscura, raquítica, sucia y, por si fuera poco, con un precio tan elevado que se marcha disgustado en busca de otro hotel. O puede que llegue sin reserva alguna y le informan que, sin saberlo, ha llegado
a la ciudad justo en la mitad de su feria más popular, o en un día de
fiesta o de un acontecimiento deportivo o de una convención con
miles de asistentes y no se puede conseguir una triste habitación, ni
tan siquiera en el rincón más escondido, ni pagando todo el oro del
mundo.
Sin duda esto le ha sucedido a todo aquel que ha viajado a lo largo y ancho de este mundo, a pesar de las facilidades de comunicación
que aportan los teléfonos móviles, Internet y las grandes agencias de viaje. Por lo tanto, imagine llegar a la capital de España después de viajar varios días en una incómoda y zarandeada diligencia,
desconociendo el idioma, siendo forastero en una ciudad extraña,
atosigado por las molestas inspecciones de aduanas, agotado por imprevisibles entregas de correos, con una desconcertante gama de falsas o frecuentemente devaluadas monedas en circulación, con comida a la que no está acostumbrado y, finalmente, alojándose,
si es que tuvo la suerte de encontrar alojo, en una casa de huéspedes, alojamiento arcaico en comparación con lo existente en el norte de Europa en esos años. ¿Puede entonces sorprendernos que unos pocos viajeros estuviesen una pizca irritables?
***
España ha evolucionado de una manera tan espectacular en las últimas décadas que es casi imposible reconocerla, incluso para aquellos que la conocieron en los más recientes años 60. El país es ahora tan parecido a sus hermanos europeos, con su bienestar y su estilo de vida, que los españoles de la generación actual difícilmente pueden concebir (ni tampoco quizás estén particularmente interesados) como era la vieja España de entonces. Ya resulta bastante difícil plasmar a las nuevas generaciones como era el mundo hace sólo varias décadas. ¿Cómo, entonces, evocar ese Madrid de hace 150 años o más? Una manera es recurrir a los escritos de los viajeros que la visitaron.
Pero estos relatos a menudo arrastran una carga de prejuicios o
juzgaban a través del prisma de las costumbres, gustos y valores del
propio viajero. Para poder comprender estas actitudes, a menudo
muy críticas, uno debe recordar lo notablemente atrasada que estaba
España en los tiempos en que Londres, y especialmente París,
marcaron la pauta de modernidad y elegancia en el mundo. España,
sea cual fueron sus antiguos logros y glorias, después de siglos
de decadencia, había caído desde la cumbre como poder mundial a
ser una mera sombra de lo que fue. Para los viajeros extranjeros se
había convertido en un lugar atrapado en el tiempo y, por esta
razón, exótico, pintoresco e incluso a veces intimidante. Su papel
como poder económico, militar, cultural y científico hacia mucho
tiempo que había casi desaparecido y gran parte de su vasto imperio
se había perdido.
Por consiguiente, no es de sorprender que viajeros cultos o de
clase media y alta, provenientes del industrializado norte de Europa
y de los Estados Unidos (los únicos que contaban con los medios
necesarios para viajar) frecuentemente lanzaran críticas mordaces a
sus anfitriones del sur. Viniendo de sociedades sofisticadas, en la
vanguardia del desarrollo y de las ciencias, estos visitantes estaban
acostumbrados al confort y la elegancia en una era cuando nacionalismo, colonialismo y orgullo en progresos materiales dominaban al psique europeo y fueron proclamadas como el no va más de la civilización.
Incluso viajeros relativamente bien predispuestos como Richard
Ford, George Borrow y Théophile Gautier, mostraron como
mucho una actitud de amable condescendencia hacia España.
Esa diferencia abismal entre Londres, Nueva York, y París en
comparación con Madrid podía verse en los servicios disponibles en
el sector hotelero y en el de los restaurantes. El primer hotel verdaderamente
internacional en Madrid se llamó simbólicamente la
Fonda de París. Fue propiedad de intereses franceses y no se inauguró
hasta 1864. Incluso entonces, se consideraba un hotel muy modesto
comparado con el estándar europeo, aunque fue lo mejor que
se podía conseguir en la capital en aquel momento. Conviene recordar
que por ese año, Londres hacia tiempo que ya alardeaba de magníficos hoteles tales como el Claridge, el Westminster Palace y los grandes hoteles construidos cerca de sus estaciones de ferrocarril,
que ofrecieron lo último en confort y comodidades contemporáneas.
En París, el primer hotel de lujo abrió sus puertas allá por el año
1782, mientras que el famoso Hotel Meurice, en la rue de Rivoli,
había sido considerado por los viajeros desde 1835 un sinónimo de
elegancia. El gigantesco Grand Hôtel, cerca de la Ópera, con alrededor de 800 habitaciones y que disponía de todas las comodidades modernas, abrió en 1862. El panorama del sector hotelero en Nueva York fue incluso más avanzado. El Astor House de John Jacob Astor en Broadway, abrió en los años 1830 y fue considerado un prodigio en su día. El impresionante Hotel St. Nicholas, situado en la esquina de Broadway y de Broome Street, construido con mármol blanco, se remitía a 1852 y el resplandeciente y gran Hotel Fifth Avenue, frente a Madison Square, un portento de lujo, abrió sus puertas en 1859.
Fue el primero en la ciudad en tener chimenea y baño privado en
cada habitación y en incluir un ascensor entre sus amenidades.
Los restaurantes insignes en Europa y Estados Unidos fueron
igualmente magníficos en esa época. Cualquiera que hubiera cenado en Delmonico en Nueva York, o en uno de los famosos restaurantes
de París, como el Grand Véfour, Maxim's o La Tour d'Argent,
que reflejaban el lujo, el poder y la sofisticación de las clases adineradas de principios y de la primera mitad del siglo XIX, quedaba
comprensiblemente consternado al llegar a Madrid, quizás esperando
ingenuamente algo parecido en cuanto a restauración. En su
lugar encontraban una simple fonda o, con mucha suerte, un único
restaurante que se esforzaba en imitar a los brillantes templos de la
gastronomía de los grandes bulevares de París, donde un panteón
de celebridades culinarias como Brillat Savarin, Grimod de la Reynière
y Carême eran todavía venerados.
Por lo cual, es comprensible que un siglo antes de la globalización
de la comida, antes de que la moda de la dieta mediterránea
llegara, antes de que los hoteles en España florecieran con fuerza en
el siglo XX, se entiende que el viajero burgués de clase alta, una vez
llegado a la pequeña capital del reino de España, que ya contaba
con 200000 almas, quedara horrorizado por lo que veía.
***
¿Dónde, entonces, se hospedaron estos heterogéneos viajeros procedentes de muchos países (algunos ricos y famosos, otros meros turistas de pacotilla) en Madrid? ¿Donde comían, o tomaban su café,
o bebían su copa de agraz antes de volver a casa para escribir sus ya
olvidados y frecuentemente mal informados relatos de viaje? Esto
es de lo que el autor se ha propuesto dejar constancia.
No hay mucha información disponible. Lo poco que hay se
puede encontrar rebuscando entre un puñado de viajeros que no
consideraron indigno de sus talentos incluir comentarios de sus alojamientos o del table d'hote* donde almorzaron o sobre el café en el
que entraron después de su vuelta por el Paseo del Prado. Unos
pocos detalles pueden también ser sacados de guías de viajes, la
mayoría francesas o británicas de la época (las cuales a veces incluyen una línea o dos), dando alguna descripción de un hotel o restaurante concreto y una reseña sobre los precios que cobraban.
Complementando esta información están los datos sacados de
unos pocos libros extremadamente útiles, escritos por autores contemporáneos españoles. Estos son bienvenidos rayos de luz en
medio de un páramo de libros locales, escritos por los cronistas de
la Villa , la mayoría de los cuales destacan más por la elocuencia de
sus estilos rimbombantes que en proporcionar alguna información
específica o incluso incluir un índice en sus libros. Gran parte de
estas guías locales no aparecieron hasta la mitad del siglo XIX, aunque
un escritor, Antonio Ponz, publicó en 18 volúmenes una descripción
detallada de los monumentos y tesoros de España a finales del siglo XVIII, y otro, Thomas López, aportó algunos detalles básicos de Madrid en 1763. No es hasta medianos del siglo XIX que autores
como Pascual Madoz, Francisco de Paula Mellado y, más tarde, Fernández de los Ríos, publicaron sus utilísimos e informativos
tomos sobre España, aunque apenas incluyeron datos sobre las
fondas.
Además, hay que subrayar que, salvo unos pocos, los españoles
del siglo XIX generalmente sólo viajaron en raras ocasiones. Y
cuando lo hicieron, las escenas que llamaron la atención a viajeros
extranjeros fueron para los españoles en general demasiado familiares
para sonsacar algún comentario. Sí es cierto que novelistas españoles
reflejaron la vida diaria de la capital en sus obras, pero pocas
veces elaboraron datos detallados sobre las fondas.
***
Quizás deben estar aquí incluidas unas pocas líneas para explicar la
razón por mis frecuentes citas a los viajeros de habla alemana. La
extensa obra de estos viajeros ha sido bastante ignorada hasta
ahora. Es como si un muro tan formidable como el que hubo en Berlín
hubiera separado los escritos de los viajeros hechos en las lenguas
romance y en inglés del de sus contemporáneos escritos en alemán.
Esto es desafortunado, ya que hubo tantos de estos últimos
que redactaron libros de una calidad verdaderamente extraordinaria
y de un gran interés sobre España, la mayoría de ellos todavía
sin traducir en ninguna lengua y que siguen siendo prácticamente
desconocidos para lectores no germánicos. Mientras Ford, Borrow,
Irving, Dumas, De Amicis, y Gautier son citados, hasta la saciedad
por todos los interesados en el tema, escritores como Höfken,
Arnim, Kaufhold, Baumstark, Auffenberg, Baumgärtner, Plüer, Rochau,
Stolz, Ziegler, Hackländer, Minutoli, Geppert, Wachenhusen,
Wolzogen y docenas de otros languidecen fuera del alcance de lectores
no-germánicos.
Desde los escritos de la frívola condesa Ida Hahn Hahn, a los
del erudito naturalista Moritz Willkomm, pasando por las de clérigos
como Lorinser y Stolz, a los de los revolucionarios como Wattenbach,
o por los de reformadores sociales como Rasch, a los de los
rutinarios viajeros como Rosa Gerold, todos han sido desterrados al
olvido para los que no saben leer alemán, además alemán impreso
en ediciones de letra gótica.
Sin embargo, los libros de viajes sobre España, escritos en alemán,
representaron el tercer puesto en número de ediciones (después
de los publicados en francés y en inglés) entre los que aparecieron
en el siglo XIX. Mi recuento bibliográfico de los libros escritos
en este idioma suma unos 150 títulos entre 1750 y 1900.
Por consiguiente, he asignado un espacio e incluido al menos
una breve reseña de quiénes fueron algunos de estos autores que escribieron en alemán, como también lo he hecho con autores menos
conocidos procedentes de otros países que escribieron sobre España
en sus libros de viaje.





Pasajes Libros SL ha recibido de la Comunidad de Madrid la ayuda destinada a prestar apoyo económico a las pequeñas y medianas empresas madrileñas afectadas por el COVID-19

Para mejorar la navegación y los servicios que prestamos utilizamos cookies propias y de terceros. Entendemos que si continúa navegando acepta su uso.
Infórmese aquí  aceptar cookies.