El manuscrito de piedra

El manuscrito de piedra

García Jambrina, Luis

Editorial Alfaguara
Colección Hispánica, Número 0
Fecha de edición noviembre 2008 · Edición nº 1

Idioma español

EAN 9788420468839
Libro encuadernado en tapa blanda


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P.V.P.  18,50 €

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Resumen del libro

A finales del siglo XV, el converso Fernando de Rojas,
estudiante de Leyes en la Universidad de Salamanca,
deberá investigar el asesinato de un catedrático de
Teología. Así comienza una compleja trama en la que
se entremezclan la situación de los judíos y conversos,
los conflictos políticos y religiosos, las pasiones
desatadas y heterodoxas, el emergente Humanismo,
la Salamanca oculta y subterránea y la Historia
y la leyenda de una ciudad fascinante en una época
de agitación y cambio; es el paso de la Edad Media
al Renacimiento.
El manuscrito de piedra es algo más que una
novela histórica de intriga. Una novela
apasionante narrada con gran viveza y agilidad
y grandes dosis de inteligencia e ironía. FRAGMENTO Prólogo
(Salamanca, 20 de septiembre de 1497)
Aún no había amanecido, cuando fray Tomás de Santo Domingo se levantó del lecho en su celda del convento de San Esteban. Había pasado una mala noche, llena de pesadillas y sobresaltos que apenas le habían dejado dormir. Pero no era el cansancio lo que en ese momento le preocupaba, sino un profundo malestar, una aguda zozobra que lo llenaba de inquietud. Fray Tomás era catedrático de Prima de teología en el Estudio General salmantino. Había sucedido en la cátedra al obispo de la ciudad, Diego de Deza, dominico y teólogo como él, y la había convertido en uno de los principales baluartes de la Iglesia en Salamanca. Para este fraile de pequeña estatura, abdomen abultado, cara rugosa y redonda como una hogaza y manos pequeñas y femeninas, la cátedra era un púlpito desde
el que defender con la elocuencia de su verbo la verdadera doctrina y clamar justicia contra los herejes, las brujas y los conversos judaizantes o rejudaizantes, como él los llamaba. Nada más subir a ella, se transformaba, como por milagro o arte de encantamiento, en un feroz defensor de la fe católica, en un guerrero provisto de un arsenal de palabras que lanzaba desde las almenas como si fueran venablos. Demasiado rígido e intransigente para unos, arrebatador
y brillante para otros, sus lecciones no dejaban a nadie indiferente dentro de la Universidad. Ya hubiera nieve en las calles embarradas o soplara el temible cierzo de marzo, a sus clases, en el aula general de teología, solía acudir un gran número de estudiantes, siempre deseosos de escucharlo. Mientras unos lo vitoreaban y ensalzaban
en voz alta, otros lo denigraban y criticaban entre dientes. Y no eran pocos los que, al escucharlo, se extasiaban o, por el contrario, se escandalizaban. En más de una ocasión, las diatribas que sus palabras provocaban entre los asistentes habían terminado en reyerta o en un conato de linchamiento. Nadie que no lo conociera podía imaginarse, al verlo fuera de la cátedra, que ese hombrecillo rechoncho
como un tonel y feo y desagradable como un sapo pudiera despertar semejante entusiasmo y originar tales tormentas. Era tanta la fama que había adquirido con sus lecciones que el Tribunal de la Inquisición de Valladolid lo había nombrado consultor del Santo Oficio. Durante largo rato, fray Tomás estuvo paseando, pesaroso, por el claustro del convento, sumido en intrincadas meditaciones. En su interior, había algo que lo torturaba, algo en lo que ni él mismo se atrevía a hurgar. No podía estar quieto. Su alma estaba a merced del miedo y la
congoja, y cualquier cosa le parecía un mal presagio. De repente, sintió deseos de orinar. Salió al huerto por una pequeña puerta que había en uno de los rincones del claustro. No tenía ganas de ir hasta las letrinas, que estaban al otro lado, junto a la tapia que daba al arroyo de Santo Domingo, al que iban a parar todas las aguas inmundas; así que decidió hacerlo sobre uno de los planteles de fray Antonio de Zamora, el herbolario de San Esteban. En él, éste
había ido cultivando con esmero y entusiasmo las semillas que Cristóbal Colón había enviado al convento a la vuelta de sus dos primeros viajes a las Indias, como humilde señal de agradecimiento por el apoyo recibido en su día, por parte de los dominicos, para llevar a cabo sus aventurados proyectos. Se decía que había sido precisamente Diego de Deza, antiguo prior de San Esteban, el que, tras varias reuniones con el navegante, celebradas en la Sala de
Profundis del convento y en la finca de Valcuevo, una propiedad que los frailes predicadores tenían a unas dos leguas de la ciudad, había convencido a los Reyes Católicos para que financiaran el viaje.
Fray Tomás despreciaba al hermano herbolario. No podía entender cómo un dominico dedicaba todo su esfuerzo al cultivo y conocimiento de las plantas, en lugar de consagrarse a la predicación y a los estudios de teología. El máximo empeño de fray Antonio, en ese momento, era hacer que unas semillas traídas de otro mundo arraigaran y dieran fruto en estos pagos; el suyo, glorificar a Dios,
arrancando de raíz las malas hierbas de la herejía y combatiendo
sin cesar al Maligno. Nada bueno podía venir, además, de tierras infieles. Era allí adonde, según él, había que trasplantar con urgencia la palabra de Dios, pues una fe que no prospera ni se propaga es una fe muerta. Mientras orinaba, no pudo reprimir un suspiro de
bienestar. Él, que tanto despreciaba las servidumbres y bajezas
del cuerpo, no dejaba de experimentar un gran alivio
cuando vaciaba su vejiga. Estaría bien que con el alma
pudiera hacerse otro tanto , pensó. Abrir la espita y, sin
más preámbulos, evacuar la conciencia en cualquier sitio;
dejarla limpia y libre de culpa y de remordimientos sin necesidad
de confesión. Pero esa idea era una peligrosa herejía
y la borró de inmediato de su mente. Lo cierto es que,
en ocasiones, había pecados que no eran fáciles de explicar,
lastres de los que no sabía cómo desprenderse, por
más que quisiera.
Cuando volvió a entrar en el claustro, sintió que
había llegado la hora de compartir sus temores y sus pecados
con alguien. No con el prior del convento, claro está,
sino con una persona de más confianza y mucha más preparación
y autoridad. Sabía que el obispo, cuando estaba en
Salamanca, iba a primera hora de la mañana a rezar a una
de las capillas de la Iglesia Mayor. Si se daba prisa, aún podría
alcanzarlo antes de que entrara en el templo. Él era el
único que sabría comprenderlo y perdonarlo, y el único a
quien su secreto iba a serle útil. Al fin y al cabo, Diego
de Deza era su amigo y su maestro, y le debía muchos favores.
Pero y si resultaba que... De todas formas, ya no podía esperar más. En ayunas y sin aguardar la compañía de
ningún criado, se lanzó a la calle como alma que lleva el
Diablo, aunque su intención fuera más bien huir de él.
Al salir, sintió el relente de la madrugada en los
huesos. Se cubrió bien con el manto y, con paso ligero y
decidido, se dirigió a la catedral. No era mucha la distancia
que lo separaba del templo. Después de cruzar un pequeño
puente sobre el arroyo de Santo Domingo y atravesar
la calle de San Pablo, comenzó a subir, con gran
pesadumbre, la cuesta de los Azotados. Hacia la mitad de
la calle, se abría una de las puertas de la antigua muralla
de la ciudad, la de San Sebastián; la traspasó con mucho
sigilo, como si temiera encontrarse con alguien, y se internó
en un dédalo de oscuras callejuelas.
A esa hora, entre dos luces, Salamanca tenía algo de
tenebroso y espectral, como un gran monstruo dormido
que, en cualquier instante, podía despertarse con mal genio.
Si aguzaba el oído, podía oírlo respirar y aun llegar a oler su
fétido aliento. De repente, tuvo la sensación de que alguien
lo seguía, emboscado en las sombras. Fray Tomás miraba a
un lado y a otro, sin dejar de caminar. Tenía prisa. Necesitaba
confesarse, como fuera, y liberarse de esa tremenda carga
que amenazaba con volverlo loco. El canto de una lechuza
lo llenó de aprensión. A la altura del Colegio Mayor
de San Bartolomé, apretó el paso, pues creyó ver una sombra
que se movía por las paredes del edificio, como si fuera
un reptil. Aún le faltaba atravesar un último grupo de casas
a su izquierda. Deliberadamente, hacía ruido al pisar para
sentirse menos solo, pero el eco de sus pasos a sus espaldas
no hacía más que acrecentar su temor. Por fin, tras un recodo,
pudo ver, al otro lado de la plaza del Azogue Viejo, la
imagen tranquilizadora de la Iglesia Mayor.
Decidió probar suerte por la puerta del Azogue,
pero estaba cerrada. De modo que tuvo que rodear la torre
de campanas para dirigirse a la entrada principal. En su
camino, estuvo a punto de caer en una zanja llena de agua
y de tropezar con un sillar abandonado. Cuando al fin llegó
al pórtico de la Penitencia, se detuvo un instante para
recuperar el aliento. Respiraba con gran dificultad. Entre
sus jadeos, creyó oír el ruido de unos pasos un poco más
allá. Demasiado tarde para escapar; de las espesas sombras
que envolvían la entrada, surgió de pronto una más
negra que lo embistió hasta derribarlo. Desde el suelo,
pudo ver con claridad cómo su agresor sacaba un arma
de debajo de la capa y, sin mediar palabra, se la clavaba
una y otra vez en el vientre, en el pecho y en los costados.
Paralizado por el horror, no fue capaz de pedir auxilio.
Mientras se desangraba, aún tuvo tiempo de pensar, con
consternación, en lo que le estaba sucediendo. No le importaba
tanto morir acuchillado a la entrada de la catedral
como expirar sin haberse confesado, lastrado por una culpa
y un secreto de los que ya no podría librarse por los siglos
de los siglos.
¡Confesión! llegó a decir con el último suspiro.
Poco tiempo después, lo descubrió el sacristán. En un principio, pensó que se trataba de un mendigo que había madrugado para coger un buen sitio donde pordiosear y se había quedado dormido. Pero enseguida se dio cuenta de su error. El cuerpo estaba tendido sobre un gran charco de sangre. Tenía el brazo izquierdo doblado sobre el
vientre, como si con la mano hubiera querido taponar alguna de sus heridas; el otro estaba extendido en dirección a la puerta, con el dedo índice señalando hacia el interior del templo. Al ver que se trataba de fray Tomás, el sacristán miró al cielo y se persignó. Luego, se agachó junto a él, con el fin de comprobar si todavía respiraba. El dominico
tenía los ojos y la boca bien abiertos, fijados para siempre en un gesto de terror. Justo encima de la lengua, como si fuera una hostia, brillaba una moneda. Se acercó algo más y vio que era una pieza pequeña de vellón, muy poco valiosa; de modo que no la quiso tocar.

Biografía del autor

Luis García Jambrina es doctor en Filología Hispánica por la Universidad de Salamanca y profesor titular de la misma. Es autor del libro de cuentos Muertos S. A. y de una decena de novelas, entre las que destacan En tierra de lobos, La sombra de otro y la exitosa serie compuesta por El manuscrito de piedra, El manuscrito de nieve, El manuscrito de fuego, El manuscrito de aire, El manuscrito de barro y El manuscrito de niebla. Junto a Manuel Menchón, ha publicado el ensayo La doble muerte de Unamuno.





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