Viaje sentimental

Por Francia e Italia

Viaje sentimental

Sterne, Laurence

Editorial Belacqva
Fecha de edición noviembre 2008

Idioma español

EAN 9788492421565
Libro


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Resumen del libro

Laurence Sterne publicó este Viaje sentimental en 1768, apenas tres semanas antes de morir. Un lector desprevenido, visto el título, podría considerarlo como un libro de viajes a la usanza clásica; nada más lejos de la realidad. Su objeto parece insignificante, pues sirviéndose del deambular errático por Francia del despreocupado Yorick un jovial clérigo, alter ego del autor la obra parece limitarse a narrar, con suma indolencia, un recorrido sentimental en que lo importante no son los monumentos, las ciudades o los accidentes geográficos, sino las mujeres encontradas, la curiosidad por los personajes conocidos y las pequeñas aventuras iniciadas. La gran habilidad de Sterne, en ésta como en su obra magna, Tristram Shandy, estriba en trascender las más nimias anécdotas del viaje, que para el lector acabarán alcanzando valor de parábola existencial. Una de las cumbres de la narrativa en lengua inglesa, Viaje sentimental por Francia e Italia consagra a Laurence Sterne como un genial cultivador de la novela picaresca, pero también como un autor muy cercano al mundo de Defoe y Rousseau y, en nuestro ámbito, de Cervantes. FRAGMENTO Estas cosas dije las tienen mejor organizadas en Francia.
¡Ah! ¿ha estado en Francia? preguntó el caballero que hablaba conmigo, volviéndose al punto con la expresión más cortésmente triunfal que imaginarse pueda.
Es curioso observé, mientras iba cavilando que una simple travesía de veintiuna millas, pues no hay ni una más entre Dover y Calais, pueda otorgar semejantes derechos a un hombre. Es algo que me propongo examinar.
Abandoné en este punto el debate, decidido a comprobarlo por mí mismo; corrí a casa e hice mi equipaje con media docena de camisas y un par de calzones de seda negra.
La casaca puede pasar, me dije examinando una de las mangas.
Tomé asiento en la diligencia de Dover, el paquebote se hizo a la mar a las nueve de la mañana y a las tres de la tarde me hallaba sentado delante de un fricandó de pollo, y tan indiscutiblemente en tierras de Francia que si aquella noche me hubiera muerto de indigestión, nada ni nadie en el mundo hubiese podido suspender los efectos del Droit d'Aubaine, con arreglo al cual mis camisas, mis calzones de seda negra y, en defi nitiva, todo mi equipaje hubiera pasado a manos
del rey de Francia, y hasta el pequeño retrato que llevo hace tanto tiempo conmigo que tantas veces te he dicho, Eliza, me acompañará hasta la sepultura me lo hubieran arrancado del cuello. ¡Qué total falta de generosidad! Apoderarse así de los despojos de un incauto extranjero al que vuestros mismos súbditos han atraído a estas playas es cosa ¡por Dios, Sire! que no está nada bien. Y ciertamente me apena tener que dolerme de ello frente al monarca de un pueblo tan civilizado y cortés, así como tan renombrado por su exquisita sensibilidad y sus delicados sentimientos.
Mas apenas puse el pie en vuestros dominios...
Cuando hube terminado de comer, después de brindar a
la salud del rey de Francia dejando así satisfecha mi conciencia
de no guardarle el más pequeño resentimiento, pues al contrario, honraba lo humano y afable de su trato , me sentí una pulgada más alto.
No, la raza de los Borbones no es cruel, pensé; podrán equivocarse como todo el mundo, pero lleva la dulzura en la sangre.
Y, mientras lo decía, sentía en las mejillas como un efluvio más suave, cálido y cordial que el que pudiera haberme producido el Borgoña que acababa de apurar, un vino de por lo menos dos libras la botella.
¡Santo Dios! exclamé, apartando a un lado la maleta de un puntapié . ¿Qué hay en el mundo que pueda turbar nuestros espíritus y causar las crueles divisiones que en todas partes separan a los hombres, incluso a los más bondadosos de corazón? Cuando el hombre está en paz con el hombre, el más pesado de los metales es, en su mano, más leve que una pluma; confi ado saca su bolsa, la sostiene abierta en la mano, y mira en torno como buscando con quién compartirla.
Y al pensarlo, sentía yo dilatarse las venas, mis arterias latían en acorde gozoso, y todas las potencias sustentadoras de la vida cumplían su misión con tan poco esfuerzo que la más pragmática de las précieuses de Francia, con todo su materialismo, apenas hubiese podido decir de mí que era una máquina.
Estoy seguro de que trastornaría todas sus creencias, me dije.
Esta nueva idea me exaltó hasta el grado máximo. Y si antes ya me sentía en paz con el mundo, esto acabó de reconciliarme conmigo mismo.
Si en este momento fuese yo el rey de Francia exclamé ,
¡qué oportunidad para el huérfano que viniese a rogarme la restitución del equipaje de su padre!
Apenas hube musitado estas palabras cuando un pobre fraile de la Orden de San Francisco entró en la sala pidiendo limosna para su convento No gusta al hombre que sus virtudes estén sujetas a la contingencia del azar o acaso un hombre es generoso como otro es poderoso , o sed non quoad hanc ¡o sea lo que fuere! Lo cierto es que el fl ujo y reflujo de nuestro humor no es algo que pueda razonarse:
tal vez depende de las mismísimas causas que infl uyen en las
mareas, y tengo para mí que en modo alguno es un desdoro
para nosotros... Por mi parte, preferiría una ocasión en que
se dijera: Ha sufrido infl uencia de la luna , en lo cual no
hay vergüenza ni pecado, a tener que oír que ese mismo acto
en el cual podría haber mucho de una cosa y de otra se
achacaba a mi propia voluntad.
En cualquier caso, tan pronto me fi jé en el fraile, decidí
no darle un miserable sou y, de acuerdo con tal decisión,
guardé mi bolsa en el bolsillo, me abroché, me enderecé,
rehice mi compostura y avancé hacia él con gravedad. Temo
ahora, es cierto, que en mi actitud hubiera algo de repulsivo.
Me parece estar viendo la cara del pobre fraile, y creo que se
merecía mejor recibimiento.
A juzgar por los ralos cabellos que cruzaban el círculo
de su tonsura escasos y blanquecinos en las sienes, y los
únicos que le quedaban , el monje debía de tener setenta
años... Aunque atendiendo al fuego de su mirada más
templada, al parecer, por la cortesía que por la edad , bien
podría tener sesenta. ¿O acaso la verdad estaría en el justo
medio? Sí, sin duda, debía de tener sesenta y cinco, y su
aspecto general así parecía confi rmarlo a pesar de las prematuras
arrugas que alguna causa oculta había grabado en su
rostro.
Era un rostro de aquellos que Guido pintara tantas veces
pálido, suave, penetrante , ajeno a las ideas vulgares y
lugares comunes propios de la ignorancia satisfecha, mirando
siempre hacia el suelo. El suyo miraba ante sí, como si viese
algo, más allá de este mundo... Cómo es posible que aquella
cabeza fuera a parar a un individuo de su Orden es algo que
sólo sabe el Cielo, que la puso sobre sus hombros; hubiera
correspondido perfectamente a la de un brahmán de la India,
y si yo la hubiera encontrado en las llanuras indostánicas, la
hubiese reverenciado sin duda alguna.
El resto de su fi gura puede pintarse con dos o tres pinceladas,
y está al alcance de cualquiera, pues no era elegante ni
tenía otra cosa de notable más que el carácter y la expresión.
Era una fi gura esbelta, de estatura algo más elevada de lo habitual,
y a la que cierta inclinación hacia delante aunque
ésta sea la actitud natural en quien mendigue le quitaba
distinción. Ahora que le tengo presente en la imaginación,
esa actitud le hace ganar más que perder ante mis ojos.
Avanzó tres pasos por la sala, se detuvo y se llevó la
mano izquierda al pecho. En la mano derecha llevaba un
bastoncillo blanco, su bordón de viaje. Una vez ante mí, y
al irme a acercar yo a él, se me presentó con la consabida
historia de las necesidades de su convento y de la pobreza
de su Orden; todo esto con una graciosa sencillez y con un
aire tan suplicante en la actitud, el rostro y la persona que ni
embrujado hubiera podido resistirme...
Pero yo tenía una razón mejor para ello: mi anterior
propósito de no darle ni un miserable sou.
Bien cierto es dije contestando a la mirada dirigida
al cielo con que terminó su discurso , es verdad, quiera
el Cielo ser amparo de los que no cuentan con otra cosa más
que con la caridad de este mundo... que temo no sea sufi -
ciente para las muchas y grandes peticiones que se le hacen a
todas horas.
Al pronunciar yo las palabras grandes peticiones , el
fraile lanzó una rápida mirada a la manga de su hábito, y yo
entendí en toda su elocuencia la muda indicación.
Entiendo perfectamente le dije que un hábito
tan basto y sólo cada tres años, y una comida exigua no sean
grandes exigencias; pero lo que en verdad causa pena es
que pudiendo ganarse todo eso en el mundo con tan poco
esfuerzo, vuestra Orden tenga que procurárselo echando
mano de un fondo que, en realidad, es propiedad del cojo,
del ciego, del anciano, del enfermo y, sobre todo, del cautivo
que yace en su mazmorra contando, día tras día, las horas
de su afl icción, y que languidece esperando su parte con la
que poder pagar el rescate. Si al menos fuera de la Orden de
la Merced en vez de la Orden de San Francisco, yo, a pesar
de mi pobreza continué, señalando mi maleta , abriría
de buena gana mi bolsa para contribuir al rescate de esos
desdichados.
El fraile se inclinó en una reverencia.
En cuanto a los otros desdichados seguí diciendo ,
considero que los pobres de nuestro propio país deben
ser, indudablemente, los primeros, y yo he dejado muchos
miles de pobres en nuestras playas de Inglaterra...
El fraile movió cordialmente la cabeza como si quisiera
decir: No hay duda de que hasta en el último rincón
del mundo hay mucha miseria, tanta como en nuestro
convento .
Pero hay que distinguir dije, poniendo la mano
sobre la manga de su hábito en respuesta a su mirada , hay
que distinguir, Padre, entre los que sólo desean comer el pan
ganado con su propio trabajo y los que desean comerse el
pan ganado con el trabajo ajeno, sin otro objetivo que el de
abrirse camino en la vida arrastrándose entre la ignorancia y
la mendicidad... por el amor de Dios .
El pobre franciscano no contestó; súbitamente se le
arrebolaron las mejillas, pero el color no tardó en desvanecerse.
La naturaleza le había hecho, por lo visto, incapaz para
el resentimiento, pues no mostró el más mínimo; dejó caer
su bordón entre los brazos, cruzó las manos con resignación sobre el pecho, y se retiró.





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