El olivo
En su hábito oscuro, con los brazos abiertos,
como un monje que al cielo le dirige
su plegaria obstinada por la vida del alma,
el olivo difunto permanece de pie
mientras la tarde dobla sus rodillas.
Enhebrado en la luz que se adelgaza,
su severo perfil
cose el cielo a la tierra,
vertebra el espinazo de la tarde.
Y un saber de lo nuestro
en su reserva humilde sospechamos.
Encallecida mano codiciosa
cuyos dedos se tuercen arrancándole al aire
un pellizco de vuelo,
algo extraño nos hurta el viejo olivo:
un secreto inminente, temperatura extrema
de un decirse que clama en su lenguaje mudo.
Y el hombre le dirige su pregunta.
Con su carga de hormigas y de soles,
con el misterio a cuestas
que buscamos cifrar en su oficio sencillo,
este tronco orgulloso es sólo eso:
sugestión arraigada de las cosas
que quedarán aquí cuando partamos,
contundente respuesta
que a la luz de la luna nos aturde el oído
con su seco zarpazo de silencio.
Vicente Gallego (Valencia, 1963) ha publicado, entre otros, los libros de poemas titulados Cantar de ciego, Si temierais morir, Saber de grillos, Ser el canto, A pájaros y migas y Un gramo menos (haikus). Como ensayista se ha dado a conocer con tres libros acerca de la naturaleza original de la realidad: Contra toda creencia, Vivir el cuerpo de la realidad y Para caer en sí (Diálogos en torno a la palabra de Nisargadatta Maharaj). Desde hace más de veinte años, trabaja en la EMTRE como pesador de camiones de residuos urbanos.
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