La buena gente del campo

La buena gente del campo

O'Connor, Flannery

Editorial Nórdica
Lugar de edición Madrid, España
Fecha de edición febrero 2011

Idioma español

EAN 9788492683406
72 páginas
Libro Dimensiones 11 mm x 17 mm


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P.V.P.  9,95 €

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Resumen del libro

Flannery O'Connor fue una de las mejores escritoras de relatos de la literatura norteamericana del siglo XX y la crítica considera este relato, aparecido en la revista Harper's Bazaar en 1955, como el más autobiográfico de la autora sureña. En una zona rural de Georgia, la señora Hopewell dirige su granja con la ayuda del señor y la señora Freeman. La hija de la señora Hopewell, Joy, perdió una pierna en un accidente cuando era una niña, y ahora vive en casa con su madre. Con treinta y dos años de edad, Joy tiene un doctorado en filosofía, y en un acto de rebeldía cambia su nombre por el de Hulga. Un vendedor de biblias llegará al pueblo y Hulga creerá que tiene todo bajo control y que puede seducirlo Poco después se dará cuenta de que Mainly Pointer no es buena gente del campo.
Los cuentos, francos y contundentes de O'Connor son cualquier cosa menos una moda. La novedad de sus mordaces cuentos reside en su asalto frontal a la sensibilidad del lector: no se trataba de los refinados cuentos del New Yorker sino de relatos en los cuales ocurre algo de magnitud irreversible, y a menudo la muerte por medios violentos. Joyce Carol Oates, The New York Times Review of Bo
(Savannah, 1925 - Milledgeville, 1964) Escritora estadounidense considerada como una de las mejores cultivadoras del relato en la segunda mitad del siglo xx. En sus textos indaga, desde una perspectiva cristiana, en la miseria espiritual del ser humano y en su rechazo de la salvación eterna. Aquejada desde 1951 de una grave enfermedad en la sangre, que le afectó los huesos de las piernas, y la obligó a andar con muletas, la desdichada escritora pasó los trece últimos años de su vida en la granja familiar de Milledgeville, dedicada a la creación literaria y a la cría de pavos reales. Es considerada una integrante paradigmática de la generación de grandes escritores sureños. De hecho, buena parte de la crítica norteamericana contemporánea ha señalado las concomitancias existentes entre la vida y la obra de Flannery O'Connor y el mismísimo William Faulkner. En 1972 recibió el National Book Award por el conjunto de sus relatos. FRAGMENTO Aparte de la expresión neutral que tenía cuando estaba sola, la señora Freeman tenía otras dos, una ansiosa y, la otra, contrariada, que usaba en todas sus relaciones humanas. Su expresión ansiosa era firme y fuerte como la lenta marcha de un camión pesado. Sus ojos jamás viraban bruscamente a la derecha o a la izquierda, sino que giraban cuando el piso giraba, como si siguieran una línea amarilla pintada en el centro. Raras veces usaba la otra expresión porque no necesitaba retractarse a menudo de lo que decía, pero cuando lo hacía su rostro se detenía en seco, había un movimiento casi imperceptible en sus negros ojos, durante el cual parecían retroceder, y entonces quien la veía se daba cuenta de que la señora Freeman, aun cuando estaba allí, tan real como los sacos de grano apilados, estaba ausente en espíritu. Intentar comunicarse con ella cuando esto sucedía era algo de lo que la señora Hopewell ya había desistido. Podría hablar hasta morirse.
Era imposible conseguir que la señora Freeman admitiera que no tenía razón en algo. Si lograban hacer que hablara, entonces decía algo como: Bueno, no podría decir que sí ni que no . O dejaba que su mirada se posase en el último estante de la cocina, donde había un montón de botellas polvorientas, y decía: Ya veo que no ha comío muchos de los higos que puso en conserva el verano pasao .
Se ocupaban de los asuntos de mayor importancia en la cocina durante el desayuno. Todas las mañanas, la señora Hopewell se levantaba a las siete, encendía su calentador de gas y el de Joy. Joy era su hija, una muchacha rubia y recia que tenía una pierna artificial. La señora Hopewell la consideraba una niña, aun cuando ya tenía treinta y dos años, y muy culta. Joy se levantaba cuando su madre estaba comiendo, caminaba pesadamente hacia el lavabo y daba un portazo, y al poco tiempo aparecía la señora Freeman por la puerta trasera. Joy oía a su madre decir: Entre ; luego conversaban un rato entre susurros y desde el lavabo era imposible distinguir sus voces. Cuando Joy se acercaba, por lo general ya habían terminado con las noticias meteorológicas y hablaban de una de las dos hijas de la señora Freeman, Glynese o Carramae.
Joy las llamaba Glycerin y Caramel. Glynese, una pelirroja, tenía dieciocho años y muchos admiradores; Carramae, una rubia, tenía solo quince pero ya estaba casada y embarazada. Su estómago no retenía nada. Todas las mañanas, la señora Freeman contaba a la señora Hopewell las veces que su hija Carramae había vomitado desde su último informe.
A la señora Hopewell le gustaba decir que Glynese y Carramae eran las mejores chicas que conocía, que la señora Freeman era una dama y que no le avergonzaba llevarla a cualquier parte o presentarla a cualquiera con quien se encontraran. Luego contaba cómo había llegado a contratar a los Freeman y hasta qué punto eran un regalo del cielo para ella y cómo llevaban cuatro años a su servicio. La razón por la cual hacía tanto tiempo que estaban con ella era porque no eran gentuza. Era buena gente del campo. Había llamado por teléfono al hombre cuyo nombre la pareja había citado en sus referencias y él le había dicho que el señor Freeman era un buen granjero, pero que su esposa era la mujer más entrometida que había pisado la tierra. Tiene que meterse en todo explicó el hombre . Si no llega al lugar de los acontecimientos antes de que se asiente el polvo, puede apostar a que está muerta. Querrá estar al tanto de todos sus asuntos. Yo de él tengo buen concepto, pero ni yo ni mi esposa habríamos aguantado a esa mujer un solo minuto más en esta casa. Eso hizo que la señora Hopewell pospusiera su decisión unos pocos días.
Los había contratado al final porque no había otros candidatos, pero había resuelto de antemano la manera de manejar a esa mujer. Ya que era de esas que tienen que meter las narices en todo, la señora Hopewell decidió que no solo le permitiría meterse en todo, sino que se ocuparía de que tuviese que meterse en todo: le daría la responsabilidad de todo, la pondría a cargo de todo. La señora Hopewell no tenía defectos, pero podía usar los de los demás de una manera tan constructiva que nunca había sentido esa carencia. Había contratado a los Freeman y hacía cuatro años que los tenía a sus órdenes. Na es perfecto. Este era uno de los dichos preferidos de la señora Hopewell. Otro era: ¡Así es la vida! . Y uno más, el más importante, era: Bueno, los demás también tienen su opinión . Generalmente pronunciaba estas frases en la mesa, con un tono de insistencia amable, como si ella fuera la única que las decía, y la corpulenta y pesada Joy, de cuyo rostro el permanente furor había borrado toda expresión, miraba un poco de lado, con sus ojos de un azul helado y la cara de alguien que ha conseguido la ceguera por un acto de voluntad y se propone conservarla.
Cuando la señora Hopewell le decía a la señora Freeman que la vida era así, la señora Freeman decía: Yo siempre l'he dicho . Era más lista que el señor Freeman. Nadie podía llegar a alguna conclusión sin que ella lo hubiera hecho antes. Cuando la señora Hopewell le dijo, después de que la pareja llevara cierto tiempo allí: Usté es la rueda detrás de la rueda , y le guiñó un ojo, la señora Freeman afirmó:
Ya lo sé. Siempre he sido lista. Es qu'unos son más listos qu'otros.
To el mundo es diferente repuso la señora Hopewell.
Sí, la mayoría lo es dijo la señora Freeman.
En este mundo hace falta toda clase de gente. Yo siempre l'he dicho.
La muchacha estaba acostumbrada a este tipo de diálogo en el desayuno, que continuaba en el almuerzo; a veces también lo sostenían en la cena. Cuando no tenían invitados, comían en la cocina porque resultaba más cómodo. La señora Freeman siempre se las arreglaba para llegar en algún momento de la comida y observarlas hasta que terminaban. Se quedaba en el umbral de la puerta si era verano, pero en invierno apoyaba un codo sobre la nevera y las miraba, o se ponía al lado del calentador de gas y levantaba apenas la parte posterior de su falda. De tanto en tanto se recostaba contra la pared y movía la cabeza de un lado a otro. Todo esto era muy difícil de soportar para la señora Hopewell, pero era una mujer de una gran paciencia. Pensaba que nada era perfecto y que los Freeman eran gente buena del campo y que si en esos tiempos uno tenía gente buena del campo, lo mejor era mantenerlos al lado.
Había tenido que tratar con mucha gentuza. Antes de los Freeman, había tenido un promedio de una familia arrendataria por año. Las mujeres de esos granjeros no eran de la clase que una quisiera tener cerca mucho tiempo. La señora Hopewell, que se había divorciado de su marido hacía mucho, necesitaba a alguien que caminase con ella por el campo, y cuando tenía que presionar a Joy para que lo hiciera, los comentarios de esta eran por lo general tan desagradables y su rostro tan hosco que la señora Hopewell le decía: Si no vienes de buen grado, no quiero que m'acompañes ; a lo cual la muchacha, con los hombros rígidos y el cuello un tanto adelantado, replicaba: Si quieres que lo haga, aquí estoy: COMO SOY .
La señora Hopewell excusaba esta actitud debido a lo de la pierna (Joy había recibido un disparo en un accidente de caza cuando tenía diez años).
A la señora Hopewell le costaba aceptar que su hija ahora tuviera treinta y dos años y que hacía más de veinte que tenía una sola pierna. Todavía la consideraba una niña porque le rompía el corazón pensar en la pobre muchacha corpulenta que nunca había dado un paso de baile o tenido una diversión normal . Su verdadero nombre era Joy, pero tan pronto como cumplió los veintiún años y se fue de casa se lo cambió legalmente. La señora Hopewell estaba segura de que había pensado y pensado hasta encontrar el nombre más feo en cualquier idioma. Luego se había marchado para cambiarse el nombre Joy, que era tan bonito , y no se lo comentó a su madre hasta que lo hubo hecho. Su nombre legal era Hulga. Cuando la señora Hopewell pensaba en ese nombre, Hulga, le venía a la mente el ancho casco vacío de un barco de guerra. Nunca lo usaba. Siguió llamándola Joy y su hija le contestaba, pero de una manera puramente mecánica. Hulga había aprendido a tolerar a la señora Freeman, quien la había librado de las caminatas con su madre. Hasta Glynese y Carramae eran de alguna utilidad, pues ocupaban una atención, que, de otra manera, habría estado dirigida hacia ella. Al principio había creído que no podría tolerar a la señora Freeman porque había descubierto que no era posible ser maleducada con ella. La señora Freeman abrigaba extraños resentimientos y luego durante días enteros permanecía malhumorada, pero la fuente de su descontento era siempre oscura; un ataque directo, una mirada malintencionada, un comentario ofensivo hecho en su cara, nada de eso le hacía mella. Y un día, sin previo aviso, comenzó a llamarla Hulga.
No la llamaba así delante de la señora Hopewell, que se hubiera enfurecido, pero, cuando ella y la muchacha se encontraban juntas por casualidad fuera de la casa, decía algo y agregaba el nombre de Hulga al final, y la corpulenta y miope Joy-Hulga fruncía el ceño y se sonrojaba como si hubieran violado su intimidad. Consideraba que el nombre era algo personal. Lo había adoptado al principio basándose puramente en lo mal que sonaba, y después le había impresionado lo apropiado que quedaba para el caso. Imaginaba un nombre que trabajaba como el feo y sudoroso Vulcano, que vivía en la fragua y a cuya llamada, presumiblemente, debía acudir la diosa. Lo veía como el nombre de su mayor acto creativo. Uno de sus mayores triunfos era que su madre no había podido modelar a Joy, pero aún más importante era que ella había sido capaz de transformarse en Hulga. Sin embargo, el placer de la señora Freeman al usar el nombre la irritaba. Era como si los ojos acuosos y acerados de la señora Freeman hubieran penetrado lo suficiente dentro de su rostro para alcanzar algún acontecimiento secreto. Había algo en ella que fascinaba a la señora Freeman, y un día Hulga se dio cuenta de que era la pierna artificial. La señora Freeman tenía una inclinación especial por los detalles de infecciones secretas, de deformidades escondidas, de atropellos contra niños. De las enfermedades, prefería las persistentes o las incurables. Hulga había oído a la señora Hopewell explicarle los detalles del accidente de caza, de qué manera la pierna había sido literalmente arrancada, que ella en ningún instante había perdido el conocimiento. La señora Freeman podía escuchar esto en cualquier momento como si hubiera sucedido hacía una hora.
Cuando Hulga entraba cojeando en la cocina por la mañana (podía caminar sin hacer ese ruido horrible, pero lo hacía la señora Hopewell estaba segura porque el sonido era espantoso), las miraba sin decir palabra. La señora Hopewell estaba vestida con su quimono rojo y llevaba el cabello recogido con un pañuelo. Se hallaba sentada a la mesa, terminando el desayuno, y la señora Freeman, con el codo apoyado sobre la nevera, la miraba. Hulga siempre ponía los huevos a hervir y luego permanecía de brazos cruzados frente a ellas, y la señora Hopewell la miraba una especie de mirada indirecta que se dividía entre ella y la señora Freeman y pensaba que, si se cuidara solo un poco, no sería tan fea. No había nada desagradable en sus facciones y una expresión amable las hubiera transformado. La señora Hopewell decía que las personas que veían el lado positivo de las cosas eran hermosas aunque no lo fueran en realidad.

Biografía del autor

x{0026}lt;P x{0026}lt;B Flannery O'Connorx{0026}lt;/B nació en Savannah, Georgia, en 1925, hija única de una acomodada familia sureña de ascendencia irlandesa. Siendo todavía muy joven, sus padres trasladaron su residencia a Milledgeville, donde su madre poseía una casa y una granja. La futura escritora siguió estudios universitarios en el Georgia State College for Women y en 1945 se licenció en Ciencias Sociales. Uno de sus profesores le procuró una beca para la Universidad de Iowa, donde siguió un curso de creación literaria bajo la dirección de Paul Engle. Aunque su primer relato vio la luz en 1952, la revelación literaria de Flannery O'Connor se produjo en 1952 con la aparición de su novela x{0026}lt;I Wise Bloodx{0026}lt;/I , años más tarde adaptada al cine por John Huston. Aquejada desde 1951 de una grave enfermedad en la sangre, que le afectó los huesos de las piernas y le obligó a andar con muletas, la escritora pasó los trece últimos años de su vida en la granja familiar de Milledgeville, dedicada a la creación literaria y a la cría de pavos reales. La publicación de su magnífico libro de relatos x{0026}lt;I A Good Man is Hard to Findx{0026}lt;/I (1955) y de su segunda novela, x{0026}lt;I The Violent Bear it Awayx{0026}lt;/I (1960), cimentaron su prestigio como una de las narradoras norteamericanas más vigorosas y originales de su generación. Consumida por la enfermedad incurable que la aquejaba, Flannery O'Connor, demócrata y católica, cuyo humor atormentado y sombrío la llevó a describir como nadie el primitivismo religioso del Sur bíblico y protestante, falleció el 3 de agosto de 1964, a los treinta y nueve años. La aparición póstuma de su libro de relatos x{0026}lt;I Everything that Rises Must Convergex{0026}lt;/I (1965) representó la consagración definitiva de su prodigioso talento narrativo.x{0026}lt;/P





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