El tratante Horn

El tratante Horn

Horn, Aloysius

Editorial Ediciones del Viento
Fecha de edición noviembre 2010

Idioma español

EAN 9788496964600
296 páginas
Libro Dimensiones 16 mm x 24 mm


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P.V.P.  21,00 €

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Resumen del libro

Ésta es la asombrosa narración de un hombre que en el último tercio del siglo XIX llega al África Central para aventurarse en territorios poco conocidos y vivir las más asombrosas peripecias. Para comerciar con marfil, se interna en unas selvas atestadas de fieras salvajes, donde también practica la caza mayor. sucesivamente busca oro y cobre, hace de detective para Scotland Yard, libera a una diosa de sus secuestradores, destila licor de cactus, capitanea una flota de caníbales y es el primer hombre blanco iniciado en los ritos de los Egbo, una sociedad secreta africana. Todo esto, más su trato con personajes de la talla de Cecil Rhodes, Ulises S. Grant, y De Brazza, es lo que nos cuenta en este libro, que cuando fue publicado en Inglaterra alcanzó un éxito inmediato y cuya versión cinematográfica se convirtió, en 1931, en un gran éxito de taquilla. Una obra que se traduce ahora por primera vez al español. FRAGMENTO: Me eduqué en St. Edward's College, Liverpool, donde conocí y tuve por compañeros a Julián Venezuela, de Venezuela, Sudamérica; a Pequeño Perú, hijo del Presidente peruano; a Etienne Vangoche, de Bogotá; a dos caciques de la flor y nata de la República negra de Haití, en las Antillas; a otros hijos de las personas más prominentes de Brasil; y al Conde de Jerez en España (de donde proceden la mayoría de nuestros mejores vinos de Jerez). Creo que, sin duda, formábamos el grupo más cosmopolita de jóvenes reunidos para estudiar comercio. Cuando entré en la escuela, sólo tenía once años, y algunos de mis compañeros eran de mi misma edad, pero creo que lo que buscaban al mezclar al joven británico con sus hermanos de todos los climas, era hacer de él un cosmopolita y, naturalmente, pronto aprendimos los unos, los idiomas de los otros. No llevaba mucho tiempo en el colegio y ya sabía hablar español, portugués y francés, y también aprendí sus características, que son diametralmente opuestas a las de un joven y lento anglosajón. Ellos maduran más rápidamente y no piensan como nosotros, por lo que sacan conclusiones precipitadas y resultan difíciles de manejar en grupo. La mayoría de aquellos chicos se hicieron famosos en las historias de sus respectivos países, ya que recibieron lo necesario para tener mejor criterio que sus compatriotas, algo que, se lo aseguro, ha sido un factor universal para elegir a los mejores, en lo que respecta a las repúblicas americanas. Nos enseñaban francés, latín y griego: era una formación oxfordiana a cargo de unos profesores de primera clase. Sin embargo, nada de lo que mis padres pudieran decir consiguió apagar mi ardor por los viajes, y elegí la Costa Occidental de África, que era el mejor lugar para correr aventuras, según lo que había leído,ya que las tierras del interior eran prácticamente desconocidas; imperaba la esclavitud, al igual que la piratería; se sabía que existían animales como el gorila, los elefantes y muchos otros, pero sus costumbres, sus características, etc., no eran más que suposiciones, y los errores cometidos en la descripción del gorila eran muchos, y debo decir que aún sigue soportando una fama que no merece.
Ahora nos despediremos para siempre de la vida estudiantil y de los compañeros, y nos trasladaremos a la cubierta del Angola, un buque de acero construido, sin importar su precio, para el comercio en la Costa Occidental, que navegaba tanto a vela como a vapor, que la Lloyd's había calificado como a i, y que era el principal de una flota propiedad de Hatton and Cookson, una antigua y rica casa comercial; en realidad era, con mucho, la más grande y la más rica de la Costa Occidental. Su esfera de influencia se extendía desde Bonny, Brass, el Viejo Calabar y río Níger arriba, hasta donde llegase el comercio. Además, abarcaba también todas las poblaciones costeras del Camerún británico, Balanga, isla Elobey, Gabón, exactamente por debajo del ecuador, y el río Ogowe, que luego sería explorado por el conde de Brazza13, con el que solía encontrarme siendo ya más mayor. En un hombre que nunca ha pasado más de unos pocos años en el mismo sitio y que hace recuento de lo vivido en unos atestados cincuenta años, no es de extrañar la imprecisión. Y menos todavía si tenemos en cuenta lo esquiva que puede resultarnos una fecha, aun en una casa bien ordenada y en la que hemos pasado toda nuestra vida. (E. L.) Ese río es el mismo en el que yo comercié y cacé durante muchos años, es el hogar del gorila; en realidad a Pongo lo enviaron desde allí y lo vendió el capitán del Angola, el capitán Thomson, con el que yo zarpé desde Liverpool a cambio de 500 (quinientas libras esterlinas). Se trataba del primer gorila que llegó vivo a Europa y que vivió durante un tiempo en Alemania, porque se lo habían revendido a una empresa alemana. El río Ogowe desemboca en el océano Atlántico a un día a vela al sur del ecuador, y de ese río procedían la mayoría de los valiosos cargamentos de marfil: en una sola temporada llegaron a enviarse un total de 30.000 kilos. A los elefantes los cazan, casi siempre,
los mpongwe, los fang y los eshira, que hablan la misma lengua. Estas tribus habitan la orilla norte del río Ogowe casi hasta su nacimiento y son todas caníbales. Yo viví muchos años entre ellas. Viví muchos años entre ellas pero, por seguridad, sólo acampábamos en las islas y los bancos de arena. Los criados nativos nos los proporcionaba la empresa a la que yo representaba, Hatton and Cookson, y estábamos bien provistos de rifles, sobre todo de los tipo Snider, y siempre teníamos a mano unos cuantos rifles y algunas escopetas, por si sufríamos ataques inesperados; en aquel país sin civilizar solíamos tener que defendernos. Esos caníbales son, con mucho, los más exquisitos de todos los negros que he conocido, además de ser buenos cazadores, excelentes trabajadores y de no tener esclavos. También tienen principios y nunca conocí a una mujer caníbal que no fuese más que fiel a su marido y a sus hijos. Hice muchos amigos entre aquellos hombres y muchas veces me advirtieron para que estuviese en guardia, a pesar de que el hombre que venía a avisarme siempre arriesgaba su vida. Lo cierto es que nunca olvidan a un amigo, y recorrían enormes distancias para venderme su marfil y sus bolas de caucho. También aceptaban pagarés por un saco de sal, un arma, o un barrilito de pólvora. Y, por supuesto, siempre recibían lo que se les quedaba a deber. Después de despedirme cariñosamente de mi hermano, tuve tiempo de echar una ojeada por el Angola. Estaban guardando el resto de la carga y la gente se afanaba en prepararlo todo para zarpar. Los arma-
dores dieron las últimas recomendaciones al capitán, se despidieron de todos nosotros con un apretón de manos, y se marcharon. Sólo tardamos unos minutos en desatracar y, acompañados por una lluvia de gaviotas, nos adentramos en el Mersey. Liverpool quedó atrás muy pronto, con su multitud de barcos, y cuando las sombras del atardecer se cerraron sobre nosotros, ya nos hallábamos muy lejos. Las velas estaban hinchadas y, entre la ventaja que nos había proporcionado el vapor y la fuerte brisa que nos beneficiaba, pronto dejamos atrás a los muchos veleros y vapores que se dirigían a toda clase de climas y de puertos. Me retiré temprano y, por la mañana, al levantarme en plena forma, encontré las cubiertas cepilladas y fregadas, los cabos enrollados y todo en su sitio. Nuestras amigas las gaviotas estaban muy ocupadas recogiendo los tentempiés que les arrojaban desde la bien surtida cocina. Dos de las más grandes una que tenía mal el
pico y otra a la que le faltaban algunas de las plumas de un ala siempre se hallaban más cerca de la popa del barco que el resto, y a mí me parecía que volar les suponía menos esfuerzo que a las más jóvenes, que movían más las alas en su empeño por conseguir algo de comer antes de que las mayores se apoderasen de todo. Mientras pasamos cerca de la costa de Gales, tuvimos a la vista muchos lugares de interés. Al día siguiente, los barcos que se dirigían hacia el extranjero eran menos, pero vimos algunos pesqueros de Cornualles faenando, a la pesca de la sardina. Un buque correo que iba hacia el cabo de Buena Esperanza nos hizo señales, y competimos con él, pero nos lo encontramos zarpando de Funchal cuando nosotros entrábamos. Esta tierra del sol eterno tiene un encanto que deja huella en la mente de cualquier inglés como ningún otro lugar. Al acercarnos a Madeira, pasamos tres islas llamadas las Desertas, grandioso nombre
impuesto por quienquiera que las haya descubierto. El oleaje envuelve estas islas a todas horas, y a veces alcanza alturas de quince o veinte metros. Los imponentes picos reciben casi siempre la luz del sol y numerosas aves marinas anidan entre los peñascos y los acantilados. Al pasar se disfruta de un paisaje maravilloso: los acantilados de Madeira, también perfilados por el sol, que proyectan atisbos de terciopelo azul y verde, los que desprende la vegetación que en ellos crece, cuya hermosura es un don que la Naturaleza entregó en exclusiva a la isla. El capitán y yo fuimos los primeros en bajar a tierra. Enviamos los telegramas a Liverpool ( Todos estamos bien , etc.). Montamos en dos ponis que nos esperaban y, después de visitar el Hotel Reid's, el principal de Madeira en aquel momento, nos dirigimos camino arriba hacia la residencia del Sr. Latours ¿El gobernador? (Se pronuncia Latas). El capitán, que solía visitarlos con frecuencia, me presentó a la Sra. Latours y a su hija, que era un poco mayor que yo. Esta antigua y aristocrática familia había construido la mansión al viejo estilo portugués, y resultaba encantadora, además de fresca, tanto por su construcción como por su mobiliario. Estaba enclavada a la sombra de las montañas desde las que, en dirección a Marruecos, se disfrutaba de una hermosa vista de la ciudad de Funchal, además de la del mar. Con una amable invitación para quedarnos con ellos en cualquier oportunidad, nos despedimos de aquella gente tan bondadosa, y después de recorrer los empinados y zigzagueantes caminos de la montaña, pronto nos encontramos a bordo de nuestro leal navío, que se había aprovisionado de hortalizas, agua fresca, etc. Enseguida abandonaron la cubierta los vendedores de aves y los comerciantes, se levó el ancla y zarpamos de inmediato. La tripulación había adquirido un buen número de aves canoras, sobre todo canarios, para practicar el trueque en los puertos de la Costa Occidental africana. Lo siguiente que vimos por el este fue el pico de Tenerife, y nos cruzamos con varios barcos que iban en dirección a Europa y que, como siempre, nos hicieron señales. Después nos encontramos con algunos bancos de peces voladores, varios de los cuales cayeron en cubierta y acabaron en la cocina; saben igual que la caballa y sólo pueden volar hasta que se les secan las alas. Luego empezaron a seguirnos los paíños. Se encuentran en el África Ecuatorial, se dice que anidan en los restos de los naufragios y que son como las golondrinas, de vuelo rápido. Varias águilas pescadoras flotaban en lo alto, con las alas extendidas e inmóviles, planeando como aeroplanos, en dirección a las Antillas, según me dijeron los marineros. Vuelan rápido y sin parar. Los marineros dicen que nadie sabe dónde anidan. El cabo Palmas fue el siguiente lugar de interés. Las palmeras sobresalen mucho en la punta del cabo y constituyen un lugar de referencia para los marinos. La costa es baja, pero el oleaje se abate contra ella y hace peligroso el desembarco. Al navegar hacia el sur no conseguí ver muchas señales de vida: sólo nos siguieron unas cuantas aves marinas, mientras unos tiburones enormes iban y venían. Se les ve a varias millas de distancia porque, de vez en cuando, la aleta dorsal y la caudal sobresalen del agua como las velas de un barco pequeño. El calor del sol nos mantenía bajo los toldos que habían extendido a proa y a popa; pero a pesar de eso, empecé a pelar en el cuello, los brazos y la cara, y poco a poco me fui haciendo con un bronceado que me llevó a perder cualquier rastro de esa tez sonrosada con la que había salido de Inglaterra. Me puse contentísimo cuando llegamos a Grand Cess, en la costa de Kru, donde echamos el ancla al alba, a una milla de tierra, y a los quince minutos de haber disparado el cañón de proa, los nativos de Kru empezaron a aparecer y hacer que las cosas resultaran interesantes durante las tres horas que allí permanecimos. Sus canoas estaban bien hechas para superar las olas, y bailaban como corchos en la superficie del agua. A nuestro lado se detuvo una gran canoa que transportaba al jefe. Traía como regalo brotes de palmera, que se cortan de la parte superior, y que saben como el repollo cuando se cocinan; también traía manteca de palma hecha con nueces de palma recién hervidas. Para desayunar tomamos palm oil chop, un plato exquisito que gustó mucho a todos los pasajeros. Los nativos de Kru unos trescientos fueron contratados para sustituir a los que regresaban desde distintos puestos y los fuimos distribuyendo, empezando por el río Níger y dejando al último grupo en la costa de Cabinda, cerca de la desembocadura del Congo. Cada grupo de diez nativos tenía su propio jefe o capataz. Los de Grand Cess componían el mejor puñado de hombres que vi en todos aquellos países: musculosos, fornidos y buenos trabajadores, nunca se quejaban, siempre estaban bromeando y riéndose, y jamás causaban problemas. La tripulación del Angola también fue sustituida por nativos de Kru, que lo manejaban todo como si llevasen lo de ser marineros en la sangre y que reemplazaron a los blancos, a los que se les encargaron trabajos más sencillos, como limpiar los cabestrantes, empalmar los cabos de las eslingas, fabricar velas, etc. A los nativos que regresaban desde otros lugares de África se les pagaba principalmente en pólvora y fusiles de chispa, porque estaban en guerra con la colonia de Liberia, propiedad del gobierno de los ee.uu., que hacía frontera con la costa de Kru por el sur, por lo que nos tocaba escuchar alguna que otra batallita de sus enfrentamientos con los yanquis. Todos los nativos de Kru llevaban tatuada una raya ancha y azul, que abarcaba desde la parte superior de la frente hasta la nariz; y todos llevaban los dos incisivos superiores limados, de manera que a los tratantes de esclavos les resultaba fácil reconocerlos, y utilizaban toda clase de estratagemas para hacerlos subir a bordo de sus goletas. Se realizaron muchas operaciones comerciales con los nativos durante el tiempo que estuvimos fondeados. Estos traían remos de madera curiosamente tallados y toda clase de utensilios fabricados por ellos mismos. Mandaron poner en fila a los contratados y les dieron nombres ingleses como Pez Volador, Botella de Cerveza, Chato, Vela Mayor, etc., además de un número. Una vez hecho esto, se disparó el cañón, el jefe se retiró y el resto de sus seguidores bajaron sus compras hasta las canoas y descendieron del barco. Levamos anclas y zarpamos rumbo al sur, dejando a nuestras espaldas a aquel grupo de africanos risueños y desnudos. La costa seguía siendo baja y, en la distancia, se apreciaban unas cuantas colinas llenas de palmeras con algunos parches de hierba. Las pequeñas ensenadas, donde los manglares bordeaban las orillas que se enfrentaban a las doradas arenas, eran el juguete del sol más luminoso, mientras que las olas y la espuma que las golpeaban brillaban como la plata y tenían un encanto que aportaba aún más belleza a aquel paisaje. Después de rodear el cabo de Tres Puntas y de dejar atrás la tierra de los ashanti y la Costa del Oro, pusimos rumbo a Bonny, en el río del mismo nombre, una de las muchas desembocaduras del famoso río Níger. Allí echamos el ancla y, de inmediato, comenzamos a descargar género para el agente de la Compañía, el Sr. Knight. El jefe más poderoso de esa parte del país, Oko Jumbo de Bonny, acudió a hacernos una visita, acompañado de un gran séquito que incluía varios jefes, hijos de este viejo rey. Todos iban bien vestidos a la europea y algunos se expresaban en un buen inglés, que les habían enseñado los marineros. Fueron muy simpáticos conmigo, porque yo era el tratante más joven de todos los que habían visto. Oko Jumbo quiso que me quedara a formar parte de su círculo familiar, y me ofreció toda clase de alicientes. Aquellos caciques africanos bebían champagne en abundancia. Después llegó el cónsul de Su Majestad y se tocaron varios temas, como por ejemplo la guerra existente entre Oko Jumbo y los jefes de la zona alta del río, que ponían obstáculos al transporte gratis del aceite de palma. Éste era el artículo con el que más se comerciaba en toda la Costa Occidental de África en aquel entonces, hace más de medio siglo. Aunque se comentaba que aquel potentado africano tenía muchos miles de esclavos, era generoso y de buen corazón, y el gobernador británico lo veía con buenos ojos. Se dice que unos años antes, un viejo jefe de Bonny había sacrificado trescientos esclavos en un día, porque uno de ellos había tenido la osadía de matar de un disparo a un loro que se encontraba en un enorme árbol sagrado que se yergue solo en la margen derecha del río Bonny, y ante el que los nativos sienten temor. Varios buques, sobre todo goletas, pasaron junto a nosotros río arriba, mientras que otros regresaban aprovechando el cambio de la marea. Creo que ésta es la costa más nociva y sacudida por la fiebre del mundo entero, y recibe el bien merecido nombre de Tumba del Hombre Blanco. Era bastante común que los barcos que venían de la parte alta del río trajesen a todos los blancos de a bordo enfermos de fiebre, de auténtica fiebre negra. Aquí tiene su hogar una sociedad secreta nativa llamada Egbo, y ¡ay del que ofenda a un egbo! Más adelante describiré algunos de los secretos más íntimos de estas sociedades, que resultan verdaderamente aterradores.
¿Qué le parece, señora? Escribir siempre me ha entusiasmado. Escribir y vagar por ahí. Unos nacen con una cosa y otros con otra, y yo nací con el don de vagar por el mundo. Sí. Pero siempre hay algo que te reclama de vuelta a casa. Y cuando el hogar te ha superado, escuchas esa otra voz que sólo se oye en los oídos de algunas razas. Wanderlust es una palabra concisa. Los alemanes, a pesar de haber sido nuestros enemigos, al final serán amigos más sólidos para nosotros que los franceses. Los teutones y nosotros, los ingleses, hablamos un lenguaje comprensible.
¿Qué hacían los franceses en aquella zona de África? No dejaron allí mucha más huella que un árbol lleno de monos. Ellos no trabajaban y arrojaban piedras a los que sí lo hacían. Era imposible comerciar.
Siempre se alegraban de ver a un inglés plantar su vid o su higuera lo digo de forma alegórica, y me refiero al marfil y al caucho, disculpe , y entonces llegaban ellos y se aprovechaban de lo que jamás habrían hecho por sí mismos.
¿Le sorprende la presencia, señora, de un árbol sagrado en la Costa Occidental de África? (Yo había leído El emperador Jones hacía poco.)
Pues claro que sí. El árbol Yu-yu, con el que no se toman ninguna libertad. Trescientos esclavos sacrificados por matar a un loro en un árbol Yu-yu. Sí, no intentan disimular que el árbol es sagrado. Menudo disgusto que se debieron llevar. Es un error imaginar que la antigua Bretaña tenía el monopolio del culto a los árboles. Es un hecho notable que en el África de hoy en día no existe una brutalidad procedente. Decimos que el negro es un salvaje espantoso cuando lo vemos crucificar a un hombre cabeza abajo. Cabeza abajo y con una pierna por debajo de la otra. Después le corta la cabeza y recoge la sangre en cuencos. Creo que yo debía tener dieciocho años. Es fácil marcar a un chaval de dieciocho, y tan lejos de Lancashire Pero cuando gritamos ¡Salvaje! , olvidamos la piedra del sacrificio que sigue en pie en las colinas de Inglaterra, sobre la que los hombres blancos y las mujeres rubias morían a manos de otros hombres blancos por el bien de la religión. Y el método también era cruel: les rompían la columna vertebral contra la piedra, como rompemos un palo contra la espinilla. No recuerdo haber visto ningún lugar de sacrifico en Lancashire a los vikingos no les preocupaban demasiado los dioses y demás supersticiones , pero en Yorkshire hay unos cuantos, según me han dicho, y en el norte de Gales, que estaba plagado de druidas. Vaya pandilla de brutos, los de Yorkshire. Basta con cruzar el Hodder y ya no se entiende ni el idioma. Tiene algo salvaje. ¿Le gusta mi primer capítulo, señora? Pensé que al público le haría gracia saber el grupo tan tropical que formábamos en St. Edward's. En América les gustan las novedades, y en Inglaterra. Aunque se me escapan una buena parte de los nombres. A veces, cuando me despierto y me encuentro riéndome y charlando con algunos de ellos, me acuerdo de repente, pero si no me doy prisa, se me olvida. Es como cazar una mariposa. Había un chico cuyo padre era el dueño de los lagos de brea de Trinidad: era rico como Creso. Pero he olvidado si era a él o a Pequeño Perú a quién le enviaban un tutor desde Londres dos veces al año. Era un caballero agradable, que invitaba a algunos de nosotros a la confitería, a tomar pasteles y refresco de jengibre. O que alquilaba un landó para toda la tarde. También estaba el tutor de otro, al que sólo le valía llevar a navegar a dos de nosotros. Era más divertido que recorrer la ciudad con el estómago tan lleno que, seguramente, acabaría por causarnos problemas. Muchos de aquellos eran hijos de armadores procedentes de todos los puertos del mundo, con los agentes de la Lloyd's ocupándose de mantenerlos aprovisionados. Algunos llegaban tan pequeños algo incómodos con sus trajes de corte extranjero, y sin hablar inglés. A veces me daban pena, porque mi hogar estaba en Lancashire, y Frea no quedaba tan lejos. Pero la enfermera jefe tenía buen corazón. Estaba allí sólo para cuidar de los pequeñitos. Lo primero que hacía cuando llegaban del muelle era llevárselos a comprar ropa inglesa. Impecablemente vestidos, pronto aprendían a no llorar, o a no escupirte cuando se enfadaban. Por suerte para el mundo, las costumbres inglesas son más contagiosas que la llamada influencia latina. Y eso que mi mejor amigo del colegio procedía del Perú. Era el único al que no conseguía darle una paliza.
Bueno, señora, no quiero alejarla más tiempo de sus obligaciones. El pasado siempre es entretenido, y aún lo es más si se tiene demasiado tiempo para darle vueltas. Si me disculpa, le diré au revoir.
Le tendí la mano y le dije que fuera en paz. Se la quedó mirando un momento antes de cogerla.
¿Ha dicho en paz, señora? Bueno, pues me iré en paz. Hacía años que no oía esa expresión, y que no estrechaba una mano amiga, perdone que se lo diga. Resulta alentador oírla de nuevo cuando se vive como yo, a la luz de la filantropía.




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