El método Coué

El método Coué

Menéndez Llamazares, Javier

Editorial Editorial Funambulista S.L.
Fecha de edición mayo 2009

Idioma español

EAN 9788496601673
Libro


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P.V.P.  19,00 €

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Resumen del libro

A principios del siglo XX, el psicólogo francés Émile Coué ideó una peculiar terapia, capaz de materializar el poder la mente. El paciente ha de repetirse cada mañana: Hoy me siento mejor, me encuentro mucho mejor . A través de ese curioso método que da título a la novela aseguraba que era posible la curación de enfermedades, incluso graves. El empecinamiento a la hora de modelar la realidad será una constante en la singular peripecia del protagonista de esta historia, inspirada en hechos reales.
El joven Manuel Llamazares, piloto de la Escuadrilla Azul unidad aérea española que combatió junto a los alemanes en la II Guerra Mundial deja atrás en 1941 una España rota y sumida en la posguerra, para vivir el apogeo de la Alemania nazi, primero como aviador en el Frente de Moscú y posteriormente como personal diplomático en la embajada española en Berlín. Allí descubrirá el mundo de los corresponsales extranjeros (a medio camino entre la literatura y el espionaje) y conocerá a una bella alemana, Claudia Stolz, secretaria en el Ministerio de Propaganda, de la que acabará enamorándose. Pero este paseo por el amor y la muerte lo conducirá hasta la Prinz-Albrechtstra e, sede de la temible Gestapo Javier Menéndez Llamazares da un paso más allá en el campo de nuestra narrativa. Agotado, en buena parte, el género precisamente, entre otras razones, por la insistencia en el tema histórico en El método Coué su autor renueva y revitaliza los hechos históricos y a la vez ahonda en la memoria. Fija así a la perfección su historia y el tiempo en el que ésta se desarrolla de una manera extremadamente viva y convincente. Lo que, en principio, sólo parecía una historia familiar va ensanchando los tiempos históricos, tanto los vividos en la provincia como en el ámbito europeo. Javier Menéndez Llamazares ha escrito también una novela clásica, no sólo por su coherencia estructural y por lo bien escrita que está, sino en el sentido de que no concede atención alguna a la ligereza, a lo hueco y lo plano, insistencias que tanto predominan en la narrativa de nuestros días. Una vez más, lo que simplemente importa es la autenticidad del texto. Y aquí esta condición y valor prioritarios se dan con creces.
Antonio Colinas Book-Trailer disponible en www.elmetodocoue.com y youtube.com Javier Menéndez Llamazares nació en León en 1973 y estudió en las Universidades de León, Colonia y Cantabria. Es titulado en Biblioteconomía, Lingüística y Tecnologías de la Información.
En los años noventa inició una prometedora carrera, con algunos premios literarios y pequeñas publicaciones de difusión local y regional, pero abandonó la escritura para trabajar como documentalista en Colonia (Alemania), como periodista en La Bañeza (León) y posteriormente como editor en Santander, donde reside desde 2004.
Actualmente es columnista del diario Alerta, y en internet mantiene el blog Cómo ser nadie.
Tras más de diez años de silencio narrativo, con El método Coué, su primera novela, reinventa una antigua historia familiar, la aventura de un legendario tío abuelo al que no llegó a conocer. FRAGMENTO
I. El imperio en llamas
La tarde en Werneuchen era tan apacible que ni siquiera parecía
que Europa estuviera en guerra. Tan sólo unas horas antes los
aviones norteamericanos habían hecho saltar por los aires cuatro
manzanas enteras del centro de Berlín, y en cuanto anocheciera los
bombarderos de la raf arrasarían otro barrio residencial, como cada
noche. Pero desde el aeródromo de la Escuela de Pilotos de Caza
no se veían las llamas que asolaban la gran ciudad, y las distantes
columnas de humo parecían tranquilas chimeneas de los lejanos
tiempos de paz.
Inexplicablemente, el aeródromo de Werneuchen había sido
respetado por los bombardeos. Importaba poco que se debiera a sus
férreas defensas antiaéreas disponía de una docena de unidades de
flak, unos lanzamisiles móviles de gran eficacia o a la estrategia
aliada de dirigir sus ataques a la población, en lugar de hacia objetivos
militares, con la intención de forzar la oposición popular contra
el gobierno nazi; el hecho era que aquellas pistas se encontraban en
condiciones idóneas, y seguían siendo utilizadas por los Junkers-52
que la Legación Española de Berlín utilizaba como única conexión directa con la Península, los mismos aviones de enlace que durante
año y medio había pilotado Manuel Llamazares, y que ahora servían
como simple valija diplomática. En esta ocasión, la valija transportaría
algo más.
Jacinto Alemany aparcó su Opel Kapitän junto a la enfermería
de la base. Aún llevaba en la mano el carné diplomático que le había
franqueado el paso, y al que se aferraba desde hacía meses como un
náufrago a su tabla. Con la ayuda del doctor Legner sacó del coche
a un joven que apenas podía mantenerse en pie. Enseguida fue instalado en una camilla, y una manta ocultó su uniforme de teniente
de la Luftwaffe. A diferencia de los edificios de la capital, en los
pabellones de Werneuchen las ventanas aún tenían cristales, aunque
apenas contaban con medicamentos o material sanitario. El débil sol
de noviembre ya decaía, y el viento del Este anunciaba nieve. Pero
nada de esto importaba al joven piloto, que a duras penas se mantenía
consciente.
Usted, ¿qué opina, Legner? ¿Resistirá el viaje? quiso saber
Alemany, que había sacado una botella de coñac de su abrigo y hacía
gala de generosidad hispánica invitando a los soldados del puesto de
socorro.
¡Maldita sea! ¿Cómo quiere que lo sepa? Lo único seguro
se revolvía el doctor Legner, que en realidad era veterinario es
que, si permanece aquí, morirá sin remedio: la infección le va a deshacer por dentro; naturalmente, siempre que antes no le alcance una bomba.
¿Han probado ya en La Charité ? intervino el alférez Ganuza,
encargado de tripular el Junkers hasta España, que acababa de
unirse al grupo . Es el hospital que corresponde a los divisionarios.
Te puedo dar dos malas noticias, Ganuza. La primera es que
el Hospital de Sangre ya no es más que un montón de escombros.
La segunda, que ya no existen divisionarios. Los voluntarios españoles
se retiraron oficialmente en junio puntualizó innecesariamente Alemany, pues el mismo Ganuza había visto cómo su propio destino
cambiaba tras los acuerdos del 22 de mayo, abandonando la disciplina
del ejército alemán para figurar como personal diplomático .
Además, lo que Llamazares necesita es penicilina, y eso no hay modo
de encontrarlo ya en Berlín.
Acomodar al joven convaleciente en el Junkers sería complicado;
el Ju-52 era en realidad un avión de carga que, con las restricciones
de combustible, resultó ser el más adecuado para transportar
la valija diplomática, por su bajo consumo. Sus casi dos metros de
altura eran difíciles de encajar en los asientos plegables que se utilizaban
para el pasaje. El alférez señaló hacia la bodega, donde se había
habilitado una especie de litera, en la que un arnés permitía sujetar
a los enfermos que no podían viajar en los asientos; los pilotos lo
llamaban el nicho .
Manuel Llamazares conocía bien aquel avión; en él había cruzado
el Este de Europa cientos de veces, enlazando el Estado Mayor
de Berlín con la División Azul y la Escuadrilla Azul. A los dos
frentes llevaba órdenes, correspondencia y avituallamiento; también
repuestos y cuanto pudiera ser necesario en primera línea de combate.
De regreso a Berlín traía correo, algún herido y parte del estado
de ánimo de la tropa, que poco a poco iba decayendo ante el avance
soviético. Pero en esta ocasión no estaría él a los mandos; incluso
mantener los ojos abiertos le suponía un esfuerzo inaudito.
Ganuza, tendrás que desviarte de tu ruta: este paquete hay
que entregarlo en el aeródromo de León dijo Alemany, señalando
a Manuel Llamazares. Habían instalado la camilla en el nicho, y le
habían sujetado con el arnés.
Esto es muy irregular, Señor Agregado protestó el alférez ;
nadie me dijo nada en la Legación.
¿Con cuánto arreglamos esto? preguntó Alemany, abriendo
una gastada maleta de piel que habría de viajar con Llamazares .
¿Dos mil marcos? ¿Tres mil? Alemany le arrojó tres fajos de Reichsmark.
Como si me da un millón, Agregado. Esas estampitas no valen
ya nada repuso el alférez, devolviéndole el dinero, que Alemany
volvió a guardar en la maleta.
¿Qué podía ofrecer a aquel piloto, si era él mismo quien transportaba
el café y el licor con el que los diplomáticos españoles doblegaban
las voluntades alemanas? En realidad, poco tendría que ofrecer
un estraperlista de medio pelo a quien tiene la llave del contrabando.
Si los rufianes no tienen argumentos, ¿a qué puede apelar un hombre
honesto? , se decía Alemany.
Ganuza, muchacho, piensa que mañana puedes ser tú el que
tenga que volver hecho un pelele. Además, es un camarada, tu compañero;
cuando tú bajas del avión, él sube. Seguro que en muchas
ocasiones ha tenido que ocupar tu lugar, y no creo que haya puesto
ningún problema.
Ya, señor, pero las órdenes Con todo respeto, me pide usted
que me juegue el pescuezo.
Ganuza, Llamazares tiene cuarenta de fiebre, y una infección
que lo está pudriendo por dentro; o hacemos algo, o se nos a va
fundir entre las manos. ¿Y me vas a venir ahora con la superioridad
y esas vainas? ¿Es que no tienes sangre en las venas, que ves agonizar a un hombre y no te inmutas?
En realidad, pocos, en Berlín o en el frente, podían permitirse
el lujo de la conmiseración, pues la muerte era moneda de cambio
desde hacía ya años, y el horror inicial había acabado por dar paso a
la indiferencia, como un mecanismo de defensa que permitiera mantener la cordura en aquella situación desesperada. Pero la muerte
en general no es lo mismo que una muerte concreta, y menos la de
alguien que sabe tu nombre, y al que puedes ver los ojos.
El alférez sacó del bolsillo un pañuelo, para secarse un sudor
inexistente, y se quedó en silencio unos instantes, observando el bordado de aquel trozo de tela. MG, Miguel Ganuza. Y, al lado, una torre y un nogal. ¿Sería cierto lo que acababa de oír, que no tenía
sangre en las venas? Tan sólo tenía veintitrés años, pero su infancia
en Navarra se le antojaba ya muy lejana. Entonces se extrañaba de
que su sangre no fuera azul, pues algún día heredaría el título de
Barón de Ganuza. Había crecido entre libros con pastas de pergamino,
en un pueblo con casas de piedra y blasones en las fachadas.
Enamorado de la música, se había mudado a Berlín para convertirse
en un gran intérprete de flauta. Luego llegaría el alistamiento forzoso,
la intercesión familiar para lograr un buen destino, los cursos de
pilotaje; nada que él hubiera decidido. Desde entonces había intentado
ser un buen soldado, cumplir con su cometido y, sobre todo,
no pensar en ello. A cambio, había sido incapaz de volver a tocar su
instrumento; lo colocaba bajo sus labios, pero, al soplar, parecía que
le faltaba el aliento, y no conseguía emitir ningún sonido. También
su carácter había cambiado; se mostraba seco y cortante, y hablaba
lo menos posible.
Miguel Ganuza volvió a pasarse el pañuelo por la frente, para
enjugar nuevas gotas imaginarias. ¿Qué le importaba a él esa guerra?
¿Qué le importaban las ordenanzas, si estaba en juego la vida de un
ser humano?
Finalmente, el alférez cedió. A fin de cuentas, no sería la primera
vez que llevaba pasajeros ocultos en la bodega: hacía meses
que, a instancias del agregado Ruiz Santaella, estaba transportando
clandestinamente a sefarditas, y a judíos con falso pasaporte español,
hacia territorio seguro.
Alemany entregó a Ganuza una carpeta llena de documentos; se
trataba del salvoconducto del joven piloto y una carta para el comandante de la Escuela de Aviación, además de los visados para cruzar el territorio aliado y los bonos de combustible, pues era necesario repostar dos veces, en Gante y en Burdeos. Tras la retirada de los españoles, la guerra se había complicado para los alemanes; ya no se trataba de ganar, sino de resistir a cualquier precio. Y el segundo frente, en Occidente, había desgarrado la Europa nazi como unas tijeras rasgan el papel: París había sido liberado en agosto, dejando aislada a España de la órbita alemana. El retomado estatuto de neutralidad y los acuerdos con británicos y norteamericanos permitían aún el paso, pero siempre es peligroso sobrevolar un campo de combate: apenas hacía dos semanas que uno de los aviones-correo españoles había sido derribado sobre Francia; aquellos pilotos transportaban la prensa internacional, por lo que para ellos no era un secreto que muchos republicanos habían combatido con la resistencia, y que al tomar París habían escrito sobre sus tanques los nombres de batallas de la Guerra de España. En las páginas de Paris-Soir había aparecido la foto de un carro de combate con la leyenda Durruti , que los españoles trataron de ignorar como si nadie la hubiera visto.
El doctor Legner y Alemany se acercaron al nicho , donde
Manuel parecía dormido. Estaba pálido, él, que tenía el rostro moreno
incluso en lo más crudo del invierno. El agregado le ató la maleta
de piel a la camilla. Luego sacó un sobre del bolsillo de la chaqueta,
cogió varias condecoraciones y se las prendió en la guerrera.
Manuel, ¿puedes oírme? preguntó el doctor, mientras le
colgaba al cuello una bolsita en la que había escrito: Medizin ;
atiende, es importante: sólo tienes nueve dosis de penicilina, y debes
ingerir una pastilla cada ocho horas. En cuanto tomes tierra comunícaselo al cuerpo médico.
El joven convaleciente trató de incorporarse, pero el arnés de seguridad
se lo impidió. Con un hilo de voz, se dirigió al veterinario:
Legner, no se preocupe tanto por esos virus. ¿Qué daño pueden
hacerme unos bichos tan pequeños, si ni siquiera pueden verse?
El doctor anotó en una cuartilla la dosis requerida, en alemán
y en francés, y con cinta de embalar la fijó en la guerrera del joven.
Inmediatamente, Alemany le pidió la pluma, y escribió encima la
traducción al castellano. ¿Adónde piensa que va, Legner? En la nueva España no se
habla más lengua que la del Imperio ironizó el agregado, devolviendo
la pluma al doctor, que sufría visiblemente al ver aquella pieza
maestra en manos ajenas.
Hermosa pluma; de factura inglesa, supongo.
Señor Alemany, en el Reich hace tiempo que nadie tiene pluma;
tales vicios sólo los toleran los pueblos decadentes, que piensan
que con sus estilográficas Montblanc o Parker pueden acallar nuestros
máuseres y nuestros cañones.
¡Brindemos por ello, camaradas! propuso el agregado, sacando
del fondo del abrigo una nueva botella de coñac.
¿Por la libertad de expresión? intervino, sorprendido, el
alférez Ganuza.
No, joven; siempre hay que brindar por las cosas que nos
hacen felices. Brindemos por los maestros: por Falla, por Benavente,
por Romero de Torres y por Belmonte; brindemos por las mujeres
que nos esperan, en alguna parte.
Yo, con su permiso, voy a brindar por Rosita Serrano, por las
plumas que vestía cuando cantaba La Paloma. Y, sobre todo, por las
que no vestían las coristas sentenció el doctor, dando buena cuenta
de su ración de coñac; cada vez que recordaba los tiempos de paz
pensaba en aquella hermosa muchacha chilena, y en las bailarinas
que la acompañaban sobre el escenario.
Señores, es muy grata su compañía, pero quizá a este joven le
estén esperando en casa cortó el alférez. La partida era inminente.
El doctor Legner se despidió de Manuel Llamazares, que se limitaba
a asentir con la cabeza ante sus recomendaciones. Luego Jacinto
Alemany, pese a no ser un hombre propenso a la efusividad, le dio un
emotivo abrazo. No quería ni mirarlo, y se retiraba ya deseando buena
suerte, cuando notó que el joven le había agarrado el brazo. Estación de Anhalter, taquilla 353 murmuró Llamazares
al oído del agregado, mientras le entregaba una pequeña llave .
¡No lo olvides! ¡Tres, cinco, tres!
Alemany se guardó la llave en un bolsillo y salió del avión sin
mirar atrás, con el gesto desencajado. Debía de estar empezando a
lloviznar, porque unas gotas de agua corrían por sus mejillas.
Junto a él caminaba el doctor Legner, con las manos en los
bolsillos. Se dirigían a la comandancia, cuando el ruido del Junkers
cruzando la pista hasta despegarse de la tierra les hizo quedarse unos
segundos ensimismados.
Espero que el bloqueo aliado contra España no afecte a los
medicamentos dijo Legner, como formulando un deseo.
Ya no hay bloqueo, estamos en su bando. Y, de todos modos,
con bloqueo o sin bloqueo, en España se puede comprar todo: sólo
es cuestión de dinero. Si se puede comprar la voluntad de un ministro,
¿cómo no se va a poder conseguir un poco de penicilina?




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