El día antes de la felicidad

El día antes de la felicidad

Luca, Erri de

Editorial Siruela
Colección Nuevos tiempos, Número 142
Fecha de edición marzo 2009 · Edición nº 1

Idioma español
Traducción de Gumpert, Carlos (Seleccion)

EAN 9788498412949
132 páginas
Libro encuadernado en tapa blanda
Dimensiones 14 mm x 21 mm


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P.V.P.  13,90 €

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Resumen del libro

Don Gaetano es un hombre para todo que vive en un edificio de viviendas de la Nápoles populosa y salvaje de los años cincuenta. Electricista, albañil, portero de los cotidianos infiernos de la vida, sabe leer también el pensamiento de las personas, y de él recibe su enseñanza el protagonista de esta novela, un inquieto huérfano de silenciosas pasiones. Ágil y despierto, el muchacho aprende a desafiar a los compañeros, a escalar los muros para recuperar balones perdidos, a detener su mirada en las ventanas. A una ventana en particular ha seguido mirando, aquella en la cual un día apareció una niña que, más tarde, volverá para solicitarle un amor imposible... El joven crecerá a través de los relatos de Don Gaetano, pero también en la memoria de una ciudad ofendida por la guerra que supo rebelarse contra la ocupación alemana. Y aprenderá que la vida es ritual, pasión, desafío, sangre, un camino necesario para alcanzar la madurez. ¿Acaso en esto consiste la felicidad? Erri De Luca (Nápoles, 1950) A los dieciocho años participó en el movimiento del 68 y entró a formar parte del grupo Lotta Continua. Después trabajó como camionero, obrero y albañil. Ha estudiado de forma autodidacta el hebreo y ha traducido algunos libros del Antiguo Testamento (según él, para despertar en el lector la nostalgia hacia el original ). Es autor de Aquí no, ahora no, Adelfa, arco iris, Tú, mío, Tres caballos o Montedidio. FRAGMENTO Descubrí el escondrijo porque el balón había ido a parar allí. Detrás de la hornacina de la estatua, en el patio del edificio, había una trampilla tapada por dos tablones de madera.
Me di cuenta de que se movían cuando puse el pie encima.
Me entró miedo, recuperé la pelota y me escabullí hacia fuera entre las piernas de la estatua.
Solo un niño esmirriado y contorsionista como yo podía deslizar la cabeza y el cuerpo entre las piernas escasamente separadas del rey guerrero, tras haber rodeado la espada plantada justo delante de sus pies. La pelota había ido a parar allí detrás, tras un rebote con efecto entre la espada y la pierna.
La empujé hacia fuera, los demás reemprendieron el juego, mientras yo me retorcía para salir. En las trampas es fácil entrar, pero hay que sudar para salir. Me entraron además las prisas que da el miedo. Volví a mi sitio en la portería.
Me dejaban jugar con ellos porque recuperaba la pelota allá donde fuera a parar. Un destino habitual era el balcón del primer piso, una casa abandonada. Según las voces que corrían, allí vivía un fantasma. Los antiguos edificios contenían trampillas tapiadas, pasajes secretos, crímenes y amores.
Los viejos edificios eran nidos de fantasmas.
Así sucedieron las cosas la primera vez que subí al balcón.
Desde el ventanuco de la planta baja del patio donde vivía, veía por las tardes el juego de los mayores. El balón mal lanzado botó hacia arriba y acabó en el balconcillo de aquel primer piso. Perdido, un superflex paravinil algo deshinchado por el uso. Mientras se peleaban por el lío montado, me asomé y les pregunté si me dejaban jugar con ellos.
Sí, si compras otro balón. No, con ése, contesté. Intrigados,
aceptaron. Me encaramé por una cañería del agua, descendente,
que pasaba junto al balconcillo y proseguía hacia lo alto. Era pequeña y estaba sujeta a la pared del patio por unas abrazaderas herrumbrosas. Empecé a subir, la cañería estaba cubierta de polvo, la sujeción era menos segura de lo que había supuesto. Pero ya me había comprometido. Miré hacia arriba: detrás de los cristales de una ventana del tercer piso estaba ella, la niña a la que yo intentaba mirar a hurtadillas.
Estaba en su sitio, con la cabeza apoyada en las manos.
Generalmente miraba el cielo, en aquel momento no, miraba hacia abajo.
Tenía que continuar y continué. Para un niño, cinco metros son un precipicio. Escalé la cañería de puntillas sobre las abrazaderas hasta la altura del balconcillo. Por debajo de mí, los comentarios habían enmudecido. Alargué la mano izquierda para llegar a la barandilla de hierro, me faltaba un palmo. Llegados a ese punto, debía fiarme de los pies y alargar el brazo que sujetaba la cañería. Decidí hacerlo de un
salto y la alcancé con la izquierda. Ahora debía acercar la derecha. Apreté con fuerza el hierro del balcón y lancé la derecha para aferrarlo. Perdí el apoyo de los pies: las manos aguantaron unos instantes el cuerpo en el vacío, después enseguida una rodilla, después los dos pies y lo franqueé.
¿Cómo no había tenido miedo? Comprendí que mi miedo era tímido, para salir al descubierto necesitaba estar solo.
Allí, por el contrario, estaban los ojos de los niños por debajo y los de ella por encima. Mi miedo se avergonzaba de salir. Se vengaría más tarde, por la noche en la cama a oscuras, con el susurro de los fantasmas en el vacío.
Tiré el balón abajo, reemprendieron el juego sin prestarme atención. La bajada era más fácil, podía alargar la mano hacia la cañería contando con dos buenos apoyos para los pies en el borde del balconcillo. Antes de estirarme hacia el tubo eché un rápido vistazo al tercer piso. Me había ofrecido para la empresa con el deseo de que se percatara
de mí, minúsculo cepillito de patio. Estaba allí con los ojos de par en par, antes de que pudiera esbozar una sonrisa había desaparecido. Qué estúpido al mirar si ella estaba mirando.
Había que creérselo sin comprobarlo, igual que se hace con el ángel de la guarda. Me enfadé conmigo mismo tirándome por la cañería que bajaba para retirarme de aquel escenario. Abajo me esperaba el premio, la admisión en el juego. Me pusieron en la portería y así se decidió mi posición, me convertiría en portero.
Desde aquel día me llamaron 'a scigna , el mono. Me tiraba entre sus pies para coger la pelota y salvar la portería.
El portero es el último baluarte, debe ser el héroe de la trinchera.
Recibía patadas en las manos, en la cara, no lloraba.
Estaba orgulloso de jugar con los mayores que tenían nueve y hasta diez años.
Otras veces fue a parar el balón al balconcillo, adonde yo llegaba en menos de un minuto. Delante de la meta que defendía había un charco, a causa de una fuga de agua. Al principio del juego estaba límpida, podía ver reflejada allí a la niña en los cristales, mientras mi equipo atacaba.
Nunca me tropezaba con ella, no sabía cómo era el resto del cuerpo, por debajo de la cara apoyada en las manos.
En los días de sol, desde mi ventanuco conseguía remontarme hasta ella a través del rebote de los cristales. Me quedaba mirándola hasta que me lagrimaban los ojos a causa de la luz. Los cristales cerrados de la ventana del patio permitían que el reflejo con ella dentro se asomara hasta mi rincón de sombra. Cuántas vueltas daba su retrato
para llegar hasta mi ventanuco. Hacía poco que a un piso del edificio había llegado un aparato de televisión.
Oía decir que se veían personas y animales que se movían, pero sin colores. En cambio, yo podía mirar a la niña con todo el marrón de su pelo, el verde del vestido, el amarillo que ponía el sol.
Iba al colegio. Mi madre adoptiva me apuntaba, aunque nunca la viera. De mí se encargaba don Gaetano, el portero.
Me traía un plato caliente por la noche. Por la mañana, antes del colegio, le devolvía el plato limpio y él me calentaba una taza de leche. En el cuartucho yo vivía solo. Don Gaetano no hablaba casi nada, se había criado como huérfano él también, pero en el orfanato, no como yo, que vivía libre en el edificio y salía por la ciudad.
Me gustaba el colegio. El maestro hablaba a los niños.
Yo venía del cuartucho, donde nadie me hablaba, y allí había alguien a quien escuchar. Me aprendía todo lo que decía.
Era algo hermosísimo un hombre que les explicaba a los niños los números, los años de la historia, los lugares de la geografía. Había un mapa coloreado del mundo, alguien que no había salido nunca de su ciudad podía conocer África, que era verde, el Polo Sur, blanco, Australia, amarilla, y los océanos, azules. Los continentes y las islas
eran de género femenino, los mares y los montes, masculinos.
En el colegio estaban los pobres y los demás. Los de la pobreza como yo recibían a las once un trozo de pan con mermelada de membrillo, que nos traía el bedel. Junto a él entraba un olor a horno con el que se te hacía la boca agua.
A los demás, nada, ellos tenían una merienda que se traían de casa. Otra diferencia era que los de la pobreza llevaban en primavera la cabeza rapada a causa de los piojos, los demás conservaban el pelo.
Se escribía con plumilla y con la tinta que estaba en cada pupitre dentro de un agujero. Escribir era como pintar, se mojaba la plumilla, se dejaban caer las gotas hasta que solo quedaba una y con ésta podía escribirse casi media palabra.
Después se mojaba otra vez. Nosotros los de la pobreza secábamos
la hoja con el aliento cálido. Bajo el soplido, el azul de la tinta temblaba cambiando de color. Los demás secaban con el papel secante. Era más hermoso nuestro gesto, que levantaba viento sobre la hoja extendida. Los demás, en cambio, aplastaban las palabras bajo la cartulina blanca.
En el patio, los niños jugaban en medio del pasado remoto de los siglos. La ciudad, viejísima, estaba excavada, embutida de cuevas y de escondrijos. En las sobremesas de verano, cuando sus habitantes estaban de vacaciones o desaparecían detrás de las persianas, yo iba a un segundo patio donde estaba la boca de una cisterna tapada con tablones de madera. Me sentaba allí encima para oír los ruidos. Desde el fondo, quién sabe cuánto más abajo, venía un murmullo de aguas removidas. Había una vida encerrada allí abajo, un prisionero, un ogro, un pez. Entre los tablones subía el aire fresco y enjugaba el sudor. Tenía en la infancia la más especial de las libertades. Los niños son exploradores y quieren conocer los secretos.
Por eso volví detrás de la estatua para ver adónde llevaba la trampilla. Era agosto, el mes en el que los niños más crecen.
En la primera tarde me introduje entre los pies y la espada de la estatua, que era una copia del rey Rogelio el Normando, delante del palacio real. Los tablones de madera estaban bien clavados, se movían pero no se levantaba. Me había traído la cuchara, con la que desconché las adherencias.
Aparté las dos tablas, por debajo estaba la oscuridad, que descendía. Vino el miedo, aprovechando que no había nadie. No se oía ruido de agua, era una oscuridad seca. El miedo, al cabo de un rato, se cansa. También la oscuridad era menos compacta, veía un par de travesaños de una escalera de madera que bajaba.
Alargué un brazo para tocar el apoyo, lo noté robusto, polvoriento. Tapé otra vez el pasaje con los tablones, por aquel día ya había descubierto lo suficiente.
Volví con una vela. Subía de la oscuridad un poco de fresco que me rozó las piernas desnudas de los pantalones cortos. Estaba bajando a una cueva. La ciudad tiene por debajo el vacío, ése es su apoyo. A nuestra masa de arriba corresponde igual cantidad de sombra. Es ésa la que sostiene el cuerpo de la ciudad.
Cuando toqué el suelo encendí la vela. Era el depósito de los contrabandistas de cigarrillos. Sabía que iban a recogerlos con las lanchas motoras al mar abierto. Había descubierto un almacén. Fue una desilusión, confiaba en un tesoro. Debía de haber otra entrada, esas cajas no podían pasar entre los muslos del rey. Efectivamente, había una escalera de piedra en el lado contrario a la de madera.
El sótano era tranquilo, la toba elimina los ruidos. En un rincón había un catre, unos libros, una biblia. Había también un retrete de esos en los que hay que estar acuclillado.
Volví a subir triste, no había descubierto nada.
No se me ocurrió ni podía ocurrírseme el contárselo a la policía. Traicionar un secreto, revelar un escondite, son cosas que los niños no hacen. En una infancia, ser un acusica es una infamia. Ni siquiera fue una idea descartada, es que ni se me ocurrió. Aquel agosto bajé a menudo al sótano, me gustaban el fresco y el silencio descansado de la toba. Empecé a leer aquellos libros, sentado en la escalerilla, donde
entraba la luz. La biblia no, Dios me causaba impresión. Así cogí el vicio de leer. El primero se llamaba Los tres mosqueteros, pero eran cuatro. En lo alto de la escalerilla, con los pies colgando, mi cabeza aprendía a sacar luz de los libros.
Cuando los acabé, quería más.
Bajando por el callejón en el que vivía, había tiendecitas de libreros que vendían a los estudiantes. Fuera tenían los libros usados de oferta en cajas de madera, sobre la acera.
Empecé a ir por allí, a coger un libro y a ponerme a leer sentado en el suelo. Uno me echó, fui a otro y ése dejó que me quedara. Un buen hombre, don Raimondo, alguien que entendía las cosas sin explicaciones. Me dio un taburete para que no leyera en el suelo. Después me dijo que me prestaba el libro si se lo devolvía sin estropeárselo. Le contesté que gracias, que se lo devolvería al día siguiente. Me pasé toda la noche acabándolo. Don Raimondo vio que era persona de palabra y me dejaba llevarme a casa un libro al día.
Elegía los más finos. Cogí el vicio en verano, ante la falta del maestro que nos enseñaba cosas nuevas. No eran libros para niños, muchas palabras en el medio no las entendía, pero el final, sí, el final lo entendía. Era una invitación a salir.
Diez años después, supe por don Gaetano que en ese
sótano se había escondido un judío en el verano del 43. Estaba
en mi último año de colegio y don Gaetano había empezado
a tratarme con familiaridad. Por la tarde me enseñaba a
jugar a la scopa, la escoba italiana, echando la cuenta de las
cartas descabaladas para saber las combinaciones que quedaban
en el mazo. Ganaba él. No golpeaba con las cartas en la
mesa, jugaba rápido, demorado por mí, que actualizaba mentalmente
la cuenta de las cartas ya aparecidas. Para corresponder
a su nueva confianza, me decidí a contarle algo.
Don Gaetano, un verano de hace diez años bajaba allí,
al sótano donde están las cajas.
Ya lo sé.
¿Y cómo lo sabe?
Sé todo lo que ocurre aquí. El polvo, guaglio', chaval,
en la escalerilla de madera había polvo y huellas de manos y
de suelas. Solo tú podías entrar por ahí, entre los muslos de
Rogelio. Te llamaban 'a scigna.
¿Y no me dijo nada?
Tú no dijiste nada. Te vigilaba, bajabas, no tocabas las
cajas y no le dijiste nada a nadie.
A nadie tenía.
¿Qué ibas a hacer allí?
Me gustaba la oscuridad y había libros. Allí abajo pillé
el vicio de leer.
Un mono con libros: trepabas tan deprisa como un ratón
por la cañería, te tirabas entre los pies para coger el balón,
tenías un coraje natural, sin pensártelo.
Nadie me decía que hiciera una cosa u otra. Aprendí en el colegio lo que estaba permitido. Voy de buena gana y le agradezco a mi madre adoptiva que me haya permitido estudiar. Éste es el último año, después se termina la beca que me consiguió.
Estudias con provecho, eres de primera.
Éste era su cumplido supremo, de primera, un título nobiliario para él.
A la escoba, en cambio, eres un desastre.
Perdone, don Gaetano, ¿para qué servía la escalerilla apoyada que daba detrás de la estatua? Por ahí no podía pasar nadie.
Sí que se podía, durante la guerra le serré un muslo a Rogelio, en caso de urgencia, podía quitarse. Durante la guerra hicieron falta escondrijos, para algo de contrabando, para las armas, para quien tuviera que ocultarse. Se desató la caza al judío, no pagaban mal. En la ciudad no había muchos. Don Gaetano se percataba de mi curiosidad por esas historias acaecidas en los tiempos de mi nacimiento. Justificaba a los habitantes, la guerra sacaba a relucir lo peor de las personas, pero a uno que vendía a un judío a la policía, que se volvía un soplón, a ése no lo salvaba. È 'na carogna. Una carroña.
Los judíos: ¿es que estaban hechos de un material distinto? ¿Que no creen en Jesús?, pues yo tampoco. Es gente como nosotros, nacida y criada aquí, que hablan en dialecto. Con los alemanes, en cambio, nada teníamos que ver. Lo que querían era mandar, al final ponían a la gente contra el paredón, y fusilaban, desvalijaban las tiendas. Pero
cuando llegó el momento, la ciudad se les echó encima, corrían como nosotros, perdieron toda su chulería. Pero ¿qué es lo que les habían hecho esos judíos a los alemanes? No se llegó a saber. La gente nuestra, es que ni idea de que existían los judíos, un pueblo de la antigüedad. Pero cuando se trató de ganarse algo, entonces todo el mundo sabía quiénes eran judíos. Si llegan a ofrecer una recompensa por los fenicios, ya habrías visto cómo aquí los encontraban, aunque fueran de segunda mano. Porque había carroñas que hacían de soplones.
Nuestras partidas de cartas se veían interrumpidas por las personas que pasaban por delante de la portería, preguntaban algo, dejaban, recogían. A don Gaetano no se le escapaba nada. Era un edificio viejo con varias escaleras, él estaba al corriente de las cosas de todo el mundo. Algunos venían a pedir consejo. Entonces, don Gaetano me decía que vigilara la portería, y se retiraban. A su regreso, retomaba
las cartas y la conversación en el punto exacto.
Estuvo allá abajo hasta la llegada de los americanos y hasta el último día creyó que acabaría por venderlo a los alemanes. Su portero lo había hecho, él había conseguido escapar por el tejado poniéndose apenas un par de pantalones y la camisa, sin zapatos. Tenía a mano un paquete con libros y se los llevó consigo. Los judíos están entrenados para huir, como nosotros, que tenemos el terremoto debajo de los pies y el volcán siempre listo. Nosotros, sin embargo, no
huimos de casa con libros.
Yo sí, don Gaetano, yo me llevo los libros del colegio si tengo que huir por el terremoto.
Llegó a mí de noche bajo un bombardeo aéreo. Tenía el portal abierto y él se coló dentro. Dando un tirón, se había arrancado del pecho la estrella amarilla que tenía que llevar cosida, le colgaban unos hilos de la pechera. Lo llevé abajo, estuvo allí un mes, el peor de la guerra. Cuando llegó el momento de la insurrección, le llevé un par de zapatos que le quité a un soldado alemán. Con ésos salió al encuentro de la ciudad liberada. Me preguntó por qué no le había vendido.
¿Y qué le contestó?
¿Y qué podía contestarle? Se había pasado un mes allá abajo contando los minutos, pensando si se salvaba o no.
Cada gracias que me daba estaba envenenada por la sospecha.
La guerra estaba a punto de acabar, los americanos habían llegado a Capri. Era más enfadosa la idea de ser detenido a tan pocos días de la libertad. Corría un septiembre que era un auténtico horno. Los alemanes ponían bombas a lo largo de la costa contra un desembarco de los americanos, hacían estallar trozos de la ciudad y, mientras tanto, continuaban los bombardeos desde el cielo. El mar, de repente,
se llenó con centenares de barcos americanos. Se acumulaba el fuego por todas partes. Para nosotros se trataba de arrebatarles la libertad, para él se trataba de la vida. Y la suya pendía de uno que podía traicionarlo, o que podía ser arrestado, asesinado y no volver a llevarle nada de comer.
Cuando me oía bajar por las escaleras no sabía si era yo o el final.
¿Qué le contestó, por qué no lo vendió?
Porque yo no vendo carne humana. Porque en guerra la gente saca a relucir lo peor y también lo mejor. Porque llegó descalzo, quién sabe el porqué. No me acuerdo de lo que le contesté, hasta puede ser que no le contestara nada. En aquel momento, la historia había terminado y no importaban los porqués. Escuchaba sus pensamientos y contestaba, pero él no podía escuchar los míos. Con los pensamientos de los demás no se puede hablar, son sordos.
Entonces, don Gaetano, ¿es verdad eso que cuentan de usted, que escucha los pensamientos en las cabezas de las personas?
Es verdad y no es verdad, ciertas veces sí y ciertas veces no. Es mejor así, porque hay que ver la de pensamientos horribles que tiene la gente.

Biografía del autor

Nació en Nápoles en 1950. A los dieciocho años participó en el movimiento del 68 y posteriormente fue miembro del grupo Lotta Continua. Ha trabajado como albañil y camionero, y durante la guerra de los Balcanes fue conductor de vehículos de apoyo humanitario. Es un apasionado alpinista. Es autor de más de cincuenta obras, entre las que destacan: Aquí no, ahora no (1989), Tú, mío (1998), Tres caballos (1999), Montedidio (2002), El peso de la mariposa (2009), Los peces no cierran los ojos (Seix Barral, 2012), El crimen del soldado (Seix Barral, 2013), La palabra contraria (Seix Barral, 2015), Sólo ida. Poesía completa (Seix Barral, 2016), Historia de Irene (Seix Barral, 2016), La natura expuesta (Seix Barral, 2018), Imposible (Seix Barral, 2020) o Las reglas del Mikado (Seix Barral, 2024). Aprendió de forma autodidacta diversas lenguas, como el hebreo o el yiddish, y ha traducido al italiano numerosos textos, entre ellos algunos de los libros de la Biblia. Considerado uno de los autores italianos más importantes de todos los tiempos, sus libros se han traducido a treinta idiomas. Ha sido galardonado con varios premios, entre los que destacan el Premio Leteo, el Premio Petrarca, el Premio France Culture, el Femina Étranger y el Premio Europeo de Literatura.





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