Cita en los infiernos

Cita en los infiernos

Druon, Maurice

Editorial Libros del Asteroide
Lugar de edición Barcelona, España
Fecha de edición noviembre 2010

Idioma español
Traducción de Albajar de Ortega, Amparo

EAN 9788492663309
304 páginas
Libro Dimensiones 12 mm x 20 mm


valoración
(0 comentarios)



P.V.P.  17,95 €

Sin ejemplares (se puede encargar)

Resumen del libro

En Cita en los infiernos Maurice Druon se ocupa de un nuevo episodio de la historia de las familias Schoudler y La Monnerie. Esta vez la trama se centra en la tercera generación: los hermanos Marie-Ange y Jean-Noël Schoudler, que debutan en sociedad el mismo día en que muere su abuela, última superviviente de sus familiares directos. La belleza física y el peso de sus apellidos, principal herencia recibida de sus antepasados, serán las armas con las que tendrán que abrirse camino en la sociedad parisina de la Tercera República. Los hermanos se cruzarán con antiguos conocidos de su familia como el ahora ministro Simon Lachaume o la poetisa Inès Sandoval y trabarán amistad con peculiares personajes, como el ambiguo Lord Pemrose, que los introducirán en los círculos decadentes de la jet-set internacional.En los albores de la segunda guerra mundial la paulatina degradación de los hermanos Schoudler refleja la degeneración de la clase social que había regido hasta entonces los destinos de Francia. Druon supo retratar con maestría esta progresiva decadencia en las tres novelas que forman la trilogía Las grandes familias, de la que Cita en los infiernos es el brillante colofón. FRAGMENTO: 1. El baile de los monstruos. I
La prefectura de policía estaba obligada a suministrar un oficial de la policía municipal y un destacamento de agentes cuando se esperaba a un ministro en una recepción; de ahí que, durante toda la segunda mitad de la primavera, no pasase día sin que un servicio especial de orden canalizase la circulación o hiciese aparcar los coches en batería a la puerta de un académico, del director de un periódico, de una duquesa, de un magistrado o de un gran banquero. Los castaños de las avenidas lucían sus últimos tirsos blancos; los tulipanes estallaban en los macizos de las Tullerías, al pie de las estatuas de mármol y de las jóvenes parejas de los bancos petrificadas en ademán de darse un beso inmóvil. Mientras tanto, todas las tardes, entre las cinco y las ocho, en las angosturas de los portillos del Louvre o en las aglomeraciones de la Ópera, detrás de los grandes autobuses verdes que llevaban su carga de trabajo y de cansancio, se amontonaba la marea de coches particulares, en cuyo interior se impacientaban personas importantes, o que creían serlo, o que querían serlo, y para quienes cada minuto perdido era como un nervio arrancado. París estaba en plena temporada . A medida que les llegaba el turno, trescientas amas de casa hacían cambiar de sitio el mobiliario y bruñir la cubertería de plata, empleaban a los mismos sirvientes horas extras, desvalijaban los mismos floristas, encargaban los mismos canapés, las mismas pirámides de emparedados de pan de miga o de pan de centeno, rellenos con las mismas verduras y las mismas anchoas, y, tras la partida de los invitados, se encontraban el apartamento arrasado como un campo de batalla, los muebles cubiertos de copas vacías y de vajilla sucia, las alfombras chamuscadas por los cigarrillos, los manteles sembrados de manchas, la marquetería repleta de círculos pegajosos, las flores asfixiadas por los efluvios de la multitud, y entonces se dejaban caer, reventadas, en un sillón, pronunciando todas la misma frase:
En conjunto, ha ido muy bien
Y todas ellas, al día siguiente, si no la misma noche, venciendo su fatiga fingida o real, se precipitaban a recepciones idénticas.
Porque siempre se veía gravitar, empujarse, amontonarse,
abrazarse, adularse, juzgarse u odiarse a los mismos centenares
escasos de individuos, que pertenecían a lo más notorio del Parlamento,
las letras, las artes, la medicina o los tribunales, a los
más poderosos de las finanzas y los negocios, a los más sobresalientes
de entre los extranjeros de paso, a los más prometedores
o los más hábiles de la juventud, a los más ricos de
entre los ricos, a los más ociosos de entre los ociosos, a los más
granados de la aristocracia, a los más mundanos del mundo.
La aparición de un libro, el estreno de una película, la centésima
representación de una obra de teatro, el regreso de
un explorador, la partida de un diplomático, la inauguración
de una galería de arte, el récord de un piloto; todo era un pretexto
para un festejo.
Cada semana, alguna camarilla, con tal de que la prensa
la apoyase, daba a conocer a un genio que no duraría ni dos
meses, ahogado en su éxito como una antorcha en el humo.
París desplegaba tantos vestidos, joyas y adornos como sus
oficios de arte y de moda podían producir. La invención y
el buen gusto, así como el dinero, se derrochaban a manos
llenas en la ropa, la apariencia y la decoración.
¡Prodigiosa feria de vanidades, como tal vez no haya existido
otra jamás! ¿Qué impulso interior, qué necesidad movía
a esa gente a recibirse, a invitarse, a responder a las invitaciones,
a fingir placer en lugares donde se aburrían, a bailar
por cortesía con compañeros que los disgustaban, a ofenderse
si no figuraban en una lista de invitados, pero a quejarse cada
vez que recibían otra invitación, a aplaudir obras o autores
que despreciaban, a ser despreciados por los mismos a quienes
aplaudían, a deshacerse en sonrisas a indiferentes, a
declarar su misantropía, su cansancio del mundo, y a desbaratar
en esos juegos curiosos su tiempo, sus fuerzas y su
fortuna?
La verdad era que en esa feria en la que todos eran a la vez
subastador y licitador, comprador y vendedor ambulante,
se practicaba el trueque más sutil del mundo, el del poder
y la fama.
El éxito y el poder no se venden, como se suele creer, sino
que se cambian. Existen infinitamente menos prevaricadores,
concusionarios, prebendados, turiferarios pagados y
francas prostitutas de lo que se dice. La partida se rige por
reglas mucho más sutiles: es el juego de la reciprocidad,
una labor de arañas humanas en que cada cual, para lograr
fabricar su tela, debe dejarse aprisionar en las telas de los
demás. La feria de vanidades era, además, la feria de mujeres
y chicos, porque, a fin de cuentas, el poder y el éxito no
tienen otro fin que otorgar derechos en el amor, a no ser que
se conviertan en su sucedáneo. Los hombres del Gobierno
conferían a aquel desfile de falsos y verdaderos valores un
aura de consagración oficial.
De noche, los frontones de los grandes monumentos estaban
iluminados por enormes proyectores, que daban una realidad
feérica a las masas arquitectónicas, los bajorrelieves, las
columnatas y los balaustres. Las fuentes de la Concordia
estaban envueltas en una polvoreda húmeda y luminosa, y
los primeros dignatarios de la República, entre guardias con
calzones de piel blanca y tocados con cascos de crines, su bían
las escaleras de los teatros subvencionados para presidir
fiestas cuya excusa era la caridad.
Además, aquel año se iba a inaugurar la Exposición Universal,
la última de una sucesión que se remontaba a 1867
y que ya había producido cinco generaciones de pabellones
de estuco, de propaganda y de medallas de oro. Así que
habría dos temporadas , y a la segunda, como conviene
hacer de vez en cuando, se invitaría al pueblo.
II
Simon Lachaume llegó un poco antes de medianoche a la
velada de Inès Sandoval. Doce días atrás había recibido
la siguiente invitación:
la condesa sandoval
le espera en su casa,
entre algunos amigos elegidos, para su
baile de los animales
(A su llegada encontrará una máscara imaginada y
dibujada especialmente para usted por Anet Brayat.)
¡Vaya! se había dicho Simon ; ésta es la temporada durante la cual es condesa. Hay tantos extranjeros en París, en esta época...
En invierno, envuelta en la elevada simplicidad de la gloria
literaria, la poetisa no utilizaba su título nobiliario.
El amplio apartamento de Inès Sandoval, situado, o
más bien anclado, en el segundo piso de un antiguo hotel
particular del muelle de Orleans, se asemejaba al interior
del castillo de un navío corsario. A la poetisa le
encantaban las piedras preciosas a granel colocadas en
copones, las pesadas sedas antiguas de bordes deshilados,
las cruces ortodoxas, las vírgenes españolas con perlas
muertas al cuello, las guitarras, los laúdes, las violas
de manivela y los grandes cofres Renacimiento color
humo. En lugar de puertas había cortinas bordadas en oro
y abiertas por la mitad.
En la antesala, una inmensa pajarera repleta de cotorras
azules, de canarios rizados y de bengalíes colmaba el
ambiente de chillidos exóticos y de un olor pesado a alas cálidas.
Varios gatos persas, de tupido pelaje beis, huían en
silencio por las crujías, con la reencarnación de no se sabía
qué remordimiento en sus ojos dorados, o simplemente la
tristeza de la emasculación.
Animales disecados, pájaros embalsamados debajo de
globos, loros de Sajonia o de Sèvres con el grito estrangulado
en su garganta de porcelana, dogos de Shaftesbury
sentados sobre las moquetas, tortugas labradas en su concha,
dibujos aguados de inquietantes figuras felinas colgados
en las paredes y muñecos de peluche que podrían haber
estado en cualquier habitación infantil, acababan de sobrecargar
la decoración.
Su tendencia animalista le había dictado a Inès Sandoval el tema del baile.
Buenas noches, señor ministro. Creo que hay una máscara reservada para Su Excelencia le dijo a Simon un sirviente vestido de negro.
¿De qué me conoce este chico? , se preguntó Simon.
Luego se dijo que aquel criado le habría dado de beber seis
veces esa misma semana, y que le habría tendido su sombrero
y sus guantes frente a seis puertas diferentes.
Una vez hubo explorado los restos de la decapitación de
un parque zoológico, esparcidos por una gran mesa, el
extra tendió al ministro un pulpo de cartón y tul. Simon se
sonrió por sus recuerdos. En la época de su breve aventura
con Inès, varios años antes, la poetisa acostumbraba a
decirle:
Eres mi pulpo adorado. Tus brazos me estrechan y me
arrastran hacia las profundidades submarinas de la alegría.
Aquella máscara de cefalópodo era un delicado recuerdo
de lejanos abrazos.
¡Ojalá que no haya fotógrafos! se dijo Simon . Y si
los hay, más vale llevar una máscara.
Una multitud de seres, medio hombres, medio animales,
o más bien medio hombres, medio monstruos, se apretujaba
en un desorden de pesadilla. Los algunos amigos elegidos
eran casi doscientos, y a ratos el griterío no dejaba
oír la música. Para el baile de Inès Sandoval, el pintor vanguardista
Anet Brayat había rehecho la Creación; las máscaras,
nacidas de su imaginación, recomponían de forma
insólita la obra del quinto día de Jehová. Buhos desgreñados
de caras violeta y picos dorados, enormes cabezas de
moscas cuyos ojos emitían relámpagos de hilos de latón,
conejos de piel de leopardo, serpientes con varias lenguas en
las que había escrito: francés, inglés, alemán, español , felinos
de terciopelo granate, corderos de vellón cobrizo, asnos
amarillos, pescados glaucos con una sierra de mano o un
martillo de niño en la frente, morsas tatuadas con signos telegráficos
y con aislantes de porcelana a cada lado de la frente,
esqueletos de caballos, abejorros con plumas, batracios
índigos y pelícanos verdes se movían con sus fracs y sus
largos vestidos de noche. Un comandante de la Legión de
Honor enarbolaba una cabeza de león rosa adornada con
bigotes de gendarme; unas trompas de elefante de gutapercha
pendían delante de pecheras brillantes; brazos desnudos
cargados de brazaletes de diamantes se alzaban no para
agitar una borla de polvos, sino para colocar en su sitio
una cresta de pintada o una aleta de raya.
Los invitados parecían complacidos del espectáculo que
se daban los unos a los otros, y se divertían entrando en el
personaje de su máscara. Se los oía cloquear, rebuznar,
mugir, croar... Un cerdo malva se abría paso entre la multitud
fingiendo hozar los senos de las mujeres.
En uno de los salones, aquel extraño mundo bípedo, particularmente
amontonado, se contoneaba sin avanzar al
ritmo, a veces ensordecido, otras ensordecedor, de la orquesta,
cuyos músicos estaban disfrazados de monos. La estancia
parecía una caldera infernal donde se hubieran volcado
y hecho hervir todas las criaturas frustradas que inventan los
enfermos en el delirio de la fiebre.
La anfitriona iba de grupo en grupo, con el rostro medio
oculto bajo una máscara de pájaro de la que salían, a la altura
de las orejas, dos grandes alas verdes que a su paso abofeteaban
a las otras máscaras. Su vestido, del mismo color
que las alas de la máscara, mostraba unos hombros muy hermosos.
Inès Sandoval sufría una ligera cojera de la pierna derecha,
ya que tenía la cadera torcida, pero le sacaba un gran partido.
Avanzaba trazando cuartos de círculo, girando ligeramente
en torno a sí misma, como si echara hacia atrás
sin cesar una cola invisible y a cada paso iniciase una reverencia.
Todas sus frases parecían querer crear la ilusión de que
sufría un exceso de espontaneidad. Cuando la felicitaban por
el éxito de la fiesta, respondía:
Pero ¡si no es mérito mío, en absoluto! Todo es cosa del
talento de Brayat y de vuestra amistad.
Anet Brayat, un hombrecillo gordo, de pies redondos y
levantados por la punta, se inclinaba, cortés, a sus cumplidos.
Su abundante cabellera hirsuta y su barba rojiza surgían
de un esmoquin tan sucio que parecía que hubiera
estrechado la paleta contra el pecho antes de salir. Ante su
rostro sostenía, con ayuda de un mango de madera, una máscara
de macho cabrío, acuartelada por la risa de la comedia
antigua, que daba a entender a los invitados algo así
como: Me he burlado bastante de ustedes, ¿verdad? .
Cabía preguntarse cómo Inès Sandoval, que siempre se
lamentaba de no tener dinero, había podido permitirse
montar aquella fiesta tan cara, y cómo Brayat, de costumbre
abrumado de encargos y sin un céntimo, había encontrado
tiempo para dibujar aquellas cabezas.
El compositor Auguérenc, disfrazado de tritón ( Es para
que Orfeo al fin lleve el delfín , le había musitado Inès),
arrastró a Lachaume a un rincón, agarrándolo por las condecoraciones
del ojal, y se lo explicó en un susurro. Bastaba
con saber que la enorme, vieja y riquísima señora de
Worms-Parnell, que aquella noche iba de paloma, había
encargado otro juego completo de aquella serie de máscaras,
para dar una fiesta idéntica en su casa, en América.
Por otra parte, a fin de inmortalizar la velada, iba a nacer
muy espontáneamente la idea de hacer una edición de tirada
limitada de las acuarelas de Brayat, realzadas por un
cuarteto de Inès, una edición a cuya suscripción los amigos elegidos no podrían negarse, y que en principio daría
un beneficio de doscientos mil francos.
Un fotógrafo cegó a quemarropa al compositor y al ministro
de Educación Nacional, ocupados en sus perfidias.
Simon esbozó un gesto de impaciencia. En ese mismo instante,
a través del deslumbramiento del magnesio, vio a
Sylvaine Dual, que se dirigía hacia él tocada con un caparazón
de langosta. Por los andares falsamente desdeñosos
de la comedianta, por la tensión de sus hombros, por la
manera de manosear una polvera de orfebrería, Simon comprendió
que se avecinaba una escena conyugal, y se separó
a toda prisa de Auguérenc.
Tomó la mano de Sylvaine como si no se hubieran visto
aquel mismo día, como si la comedianta no fuera su amante
declarada, oficial, y maquinalmente llevó aquella mano
a su máscara. Sintió que a su alrededor algunos monstruos,
desde el fondo de sus ojos de sombra, los observaban.
Ya ves que podrías haberme recogido perfectamente, o
por lo menos mandarme a tu chófer dijo Sylvaine . En
cualquier caso, observo que cuando una fiesta te divierte, las
obligaciones del poder no te retienen tanto como de costumbre.
Por supuesto, no podías perderte por mí ni cinco
minutos de este encantador baile, que es lo más ridículo
del mundo.
Llevaba un vestido que le moldeaba el cuerpo como un
chorreo marino de lentejuelas, que le trababa las piernas y
se ensanchaba en las rodillas en un vago movimiento de
aletas, y que acentuaba la sensualidad de su cuerpo y de su
ademán, desde el busto a los tobillos.
A todas luces, Sylvaine estaba furiosa porque no la ha bían
fotografiado y no aparecería en las revistas mundanas junto
a su ministro, estaba furiosa porque la máscara de
langosta parecía encerrar una intención injuriosa por parte de Inès, y porque Simon la había dejado ir sola. Enredado
en los tentáculos de tul que se le esparcían sobre el
pecho, Simon contestó que el consejo de gabinete había
terminado antes de lo previsto y que si había acudido a
aquel baile era por puro deber de amistad.
Porque hace diez años te acostabas con la señora, ya lo
sabemos replicó Sylvaine . Y cuando el señor ministro
va a casa de sus antiguas amantes, no quiere, sobre todo, llegar
conmigo; no quiere, por nada del mundo, llegar conmigo,
ni que parezca que viene con su pareja. ¡Qué cobarde eres
con esas mujeres, mi pobre Simon! En fin, esta noche puedes
estar contento; están todas aquí. Está tu querida Marthe
Bonnefoy, que podría ser tu madre; está...
Y tú no tienes a nadie, no tienes ningún recuerdo, ¿verdad?
Tú eres pura, tú eres virgen. Wilner, por ejemplo, no
está ahí dijo Simon, señalando con discreción al ilustre dramaturgo,
cuya altura y gravidez se reconocían bajo una
cabeza de buey Apis con cuernos de oro . Y si este encantador
baile, como tú dices, fuera en casa de cualquiera de tus
amigos, lo encontrarías perfecto.
A través de los agujeros de sus máscaras, la langosta y el
pulpo se miraban con odio. Con todo, se esforzaban por
hablar en voz baja, por fingir que se trataba de un sencillo
aparte de salón, pero la cólera, encerrada en las cabezas
de cartón, les zumbaba en los oídos.
Sea como sea, yo no me avergüenzo de mostrarme contigo
siguió Sylvaine.
Naturalmente; ¡tú sólo has salido ganando! replicó Simon.
Tras largos meses de insistencia, de presiones y de intrigas, había logrado que Sylvaine entrase en la Comedia Francesa, y pensaba que ello le daba derecho a varias semanas de paz.
¡Sinvergüenza! Serás sinvergüenza y grosero... dijo Sylvaine . Pues si es así, que te diviertas mucho, querido; yo intentaré hacer lo mismo.
Les separó un camarero que presentaba una bandeja.
Siempre tendrá un alma de mantenida , pensó Simon, alejándose.
Se dijo que su romance iba a terminar de forma inmediata e inevitable, pero hacía cinco años que albergaba la misma certeza; nunca había roto con ninguna mujer con tanta frecuencia como con Sylvaine. Algún día tendría que ocurrir.
¿Cómo se puede amar a un ser a quien se desprecia sin volverse uno mismo despreciable? Ésa era la pregunta que aquel amor le había planteado sin cesar.
Y Simon se preguntaba qué mujer conseguiría separarlo de Sylvaine. En los últimos tiempos, ningún encuentro ni ninguna aventura de las que callaba o fingía callar le había inspirado un sentimiento verdadero. ¿Quién le había dicho tiempo atrás...? Debía de ser Jean de La Monnerie, sí, fue el viejo poeta quien le dijo un día: Ya lo verá; a partir de cierta edad, sólo se empieza a amar a una mujer para liberarse de otra. Y es entonces cuando los amores se vuelven infernales .





Pasajes Libros SL ha recibido de la Comunidad de Madrid la ayuda destinada a prestar apoyo económico a las pequeñas y medianas empresas madrileñas afectadas por el COVID-19

Para mejorar la navegación y los servicios que prestamos utilizamos cookies propias y de terceros. Entendemos que si continúa navegando acepta su uso.
Infórmese aquí  aceptar cookies.