Viajes y exploraciones en el África del Sur

Viajes y exploraciones en el África del Sur

Livingstone, David

Editorial Ediciones del Viento
Colección Viento simún, Número 0
Fecha de edición diciembre 2010

Idioma español
Traducción de Calvo Iturburu, Atilano; Sansón Grandy, José Plá
Prologuista Reverte, Javier

EAN 9788496964754
792 páginas
Libro Dimensiones 16 mm x 24 mm


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P.V.P.  35,00 €

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Resumen del libro

Nunca hubiera imaginado el joven médico escocés David Livingstone cuando en 1840 se embarcó hacia África del Sur para enseñar el evangelio en aquellas colonias, que se iba a convertir en uno de los exploradores más admirados de nuestra civilización. Sus diecisiete primeros años en África se condensan en esta maravillosa obra, donde narra su época evangelizadora en las colonias y su posterior incursión hacia el norte. Cruza el desierto del Kalahari con su familia, y tras decidir enviarla a Gran Bretaña, se interna durante cuatro años en las regiones inexploradas de Zambia, recorriendo el continente de Angola a Mozambique y descubriendo las cataratas Victoria. Se narran aquí sus observaciones y sus aventuras, pero sobre todo su convivencia con tribus que nunca antes habían visto a un hombre blanco, pero a los que éste considera sus hermanos. Una obra increíble que se publica por primera vez íntegramente en español. Introducción. apuntes biográficos. Partida hacia el cabo y la bahía de algoa. Mi propia inclinación me habría movido a decir lo menos posible acerca de mi persona; pero algunos amigos, en cuyo recto juicio tengo entera confianza, me hicieron ver que los lectores siempre desean saber alguna cosa del autor de la obra que les ocupa, y que aumentaría el interés de la mía una breve reseña de mi origen y de los primeros años de mi vida. Esta es la razón que excusa los siguientes apuntes biográficos, y si fuera necesaria una disculpa por entretener al lector con una genealogía, la encontraría yo en esta ocasión en el mero hecho de no ser la mía muy larga, y de no contener más que un solo incidente del que, con razón, pueda mostrarme orgulloso.
Nuestro bisabuelo murió en la batalla de Culloden, combatiendo por la antigua raza de sus reyes; y nuestro abuelo era un pequeño arrendatario de Ulva, donde nació mi padre, y que es uno de los islotes que forman el grupo de las Hébridas, al que hace mención Walter Scott, diciendo: Y Ulva la tenebrosa, Colonsay,/ Y todo el grupo de alegres islas/ Que rodean a la famosa Staffa. Mi abuelo conocía perfectamente todas las tradiciones y consejos de los que hizo uso aquel gran escritor en sus Cuentos de un abuelo y obras varias, y recuerdo que de niño le escuchaba con deleite, porque poseía un cúmulo inagotable de leyendas, muchas de las cuales se asemejaban extraordinariamente a las que después he oído referir durante las noches que he pasado sentado en los hogares africanos. Nuestra abuela también solía cantar antiguos romances, muchos de los cuales creía ella que habían sido compuestos al son de sus cadenas por infelices isleños a quienes los turcos cautivaran.
Mi abuelo podía dar detalladas noticias de todos sus antepasados hasta la sexta generación, y el único punto de la tradición familiar que me envanece es el siguiente: Uno de aquellos pobres, pero honrados y valientes montañeses, adquirió en todo el país gran reputación por su sabiduría y prudencia; y se refiere que hallándose a las puertas de la muerte, hizo que todos sus hijos le rodeasen, y les dijo: Durante toda mi vida he examinado cuidadosamente cuantas tradiciones y noticias he podido reunir acerca de nuestra familia, y no he podido encontrar uno solo de nuestros antepasados que no fuera honrado. Si alguno de vosotros, por lo tanto, o alguno de vuestros hijos se arroja a la senda del vicio, estad seguros de que no es la sangre que corre por vuestras venas la que a ello le incita; asegurad que no pertenece a vuestra familia. Un solo precepto os impongo: Sed honrados . Por consiguiente, si en las páginas que siguen cometo algunos errores, espero que todos los juzgaran como equivocaciones de buena fe, y que nadie llegara a tenerlos como signos evidentes de que he dado al olvido el antiguo lema de familia. El suceso referido acaeció en aquella época en que los montañeses de Escocia, según Macaulay, se asemejaban mucho a los cafres del Cabo, y en la que cualquiera, según se dice, podía librarse del castigo por el robo de ganados, sin más que presentar una parte del botín al jefe de su tribu. Nuestros antepasados eran católicos romanos; pero les hizo protestantes su señor, en una excursión que hizo por el país, acompañado de un hombre que llevaba un bastón amarillo, circunstancia que despertó más en ellos la atención, a lo que parece, que sus predicaciones, pues la nueva religión se conoció durante mucho tiempo por el nombre, que aún subsiste quizás, de la religión del bastón amarillo .
Mi abuelo, viendo que su granja de Ulva era insuficiente para el sostén de una familia numerosa, se trasladó a BlantyreWorks, gran fábrica de manufacturas de algodón situada a orillas del bellísimo río Clyde, en las inmediaciones de Glasgow, y sus hijos, que habían recibido la mejor educación que las Hébridas ofrecían, fueron admitidos de muy buen grado como dependientes por los propietarios Monteith x{0026} Co. Él mismo, tenido en alta estima por su acrisolada honradez, era el encargado de la conducción del dinero necesario desde Glasgow a los talleres, y cuando ya fue anciano, aquella sociedad, según tenía costumbre, le señaló una pensión, para que pudiera concluir sus días en apacible tranquilidad.
Nuestros tíos entraron todos al servicio de S. M. durante la última guerra con Francia, ya como soldados, ya como marineros; pero mi padre permaneció al frente de su casa, y aunque demasiado escrupuloso para que pudiera llegar a ser ni aun medianamente rico, por lo apacible de su carácter y sus atractivas maneras, supo ganarse los corazones de sus hijos, que le profesaban un amor tan firme como si hubiera poseído y hubiera podido legarles a su muerte todas las riquezas y honores mundanos. Educó a sus hijos en la Iglesia de Escocia, establecimiento religioso que ha producido incalculables beneficios a aquel país; pero después la abandonó, y durante los últimos veinte años de su vida desempeñó el cargo de diácono de una iglesia independiente en Hamilton; yo le debo mi eterna y reverente gratitud por haberme dado ejemplo, desde mi infancia, de la más pura y constante piedad, como el ideal que Burns ha descrito con tanta verdad y hermosura en su Noche del sábado del campesino. Mi padre murió en febrero de 1856 con la apacible esperanza de la misericordia con que todos contamos por la muerte de nuestro Señor y Salvador. Y yo por aquel tiempo proseguía mi camino en África, no ansiando en aquella región otro placer mayor que el de regresar a mi hogar y referir mis viajes a aquel cuya memoria reverencio.
El primer recuerdo que conservo de mi madre me trae a la memoria una escena que se observa con mucha frecuencia entre los pobres de Escocia: una mujer hacendosa que se desvive por economizar cuanto puede para que nada falte de lo preciso. A la edad de diez años entré en la fábrica, contribuyendo en cuanto mis fuerzas alcanzaban con mi salario a calmar su viva ansiedad. Con parte del jornal de la primera semana compré los Rudimentos de la Lengua Latina, de Ruddiman, y proseguí en el estudio de este idioma por espacio de algunos años, con incansable ardor, en una escuela vespertina a la que concurría de ocho a diez de la noche. Seguía después la parte de traducción y estudio hasta medianoche, o más tarde si mi madre no lo impedía subiendo a mi cuarto y arrancándome los libros de las manos; porque tenía que acudir a mis faenas a las seis de la mañana, y trabajar sin más descanso que el necesario para almorzar y comer, hasta las ocho de la noche. De este modo leí muchos de los autores clásicos y, a los dieciséis años, conocía a Horacio y a Virgilio mejor que ahora. Nuestro profesor, que felizmente vive todavía, recibía cierta subvención de la Compañía; era afable y cariñoso, y tan módico en sus honorarios, que podía recibir educación todo el que la deseaba. Muchos se aprovecharon de esta facilidad, y algunos de mis compañeros de escuela ocupan ahora puestos mucho más elevados que los que se prometían alcanzar cuando se educaban en la aldea. Sería una verdadera felicidad para los pobres que este sistema de enseñanza se generalizase en Inglaterra.
En cuanto a la lectura, devoraba todos los libros que caían en mis manos, excepto las novelas. Me recreaban sobremanera las obras científicas y las descripciones de viajes, a pesar de que mi padre, creyendo como muchos otros de su época, que debieran haber discurrido con más acierto, que las primeras eran hostiles a la religión, hubiera preferido haberme visto concentrado en la meditación de obras como Una nube de testigos y La naturaleza humana en su estado cuádruple, de Thomas Boston. Nuestro diferente modo de pensar sobre este particular llegó a convertirse en abierta rebelión por mi parte, y el último castigo que me impuso fue con ocasión de haberme negado a leer la Visión práctica del Cristianismo, de Wilberforce. Esta repugnancia a los estudios doctrinales y a la lectura religiosa de cualquier especie que fuese, la conservé durante algunos años; pero habiendo ilustrado mi espíritu las admirables obras del Dr. Thomas Dick, tituladas El filósofo cristiano y Filosofía de un estado futuro, fue para mí altamente satisfactorio el ver confirmadas mis ideas de que la religión y la ciencia, lejos de hostilizarse, se dan la mano como amigas, y mutuamente se comprueban y fortifican.
Con infatigable celo habían procurado mis padres que penetrasen en mi alma las doctrinas del cristianismo, y sin dificultad comprendí la teoría de nuestra eterna salvación conseguida por el sacrificio de nuestro Redentor; sólo entonces comencé a sentir la importancia y, al mismo tiempo, la necesidad de poner los medios a fin de que aquél no fuese estéril para mí: cambio equivalente al que se operaría si de pronto adquiriese vista quien toda su vida había estado privado de ver. La generosa aptitud con que en el Libro de Dios se ofrece el perdón de todos nuestros pecados, hizo nacer en mí un apasionado amor hacia Aquel que nos redimió con su sangre; y este sentimiento de profunda y afectuosa gratitud por su misericordia ha influido en cierto modo en mi conducta posterior. No trato sin embargo de poner en relieve los trabajos evangélicos a que me impulsó el amor de Jesucristo, ni volveré a ocuparme de la vida interior y espiritual que para mí empezó entonces; y este libro, más que de lo hecho hasta aquí, hablará de lo mucho que queda por hacer hasta que pueda decirse que se ha predicado el Evangelio a todas las naciones del mundo.
Movido por la ferviente caridad que el cristianismo inspira, resolví consagrar mi vida entera al alivio y consuelo de la miseria humana, y meditando sobre este propósito, comprendí que el hacerme soldado de Cristo en la China podría redundar en provecho de alguna parte de aquel inmenso imperio, por lo cual me dediqué al estudio de la medicina con el fin de poder dar cima a tal empresa.
En el reconocimiento de las plantas indicadas en mi primer libro de medicina, que fue aquella obra tan antigua como extraordinaria de Culpeper sobre la medicina astrológica, titulada Herbario completo, tomé por guía un libro publicado por Patrick sobre las plantas del Lanarkshire, y a pesar de ser tan limitado el tiempo de que podía disponer,
todavía hallaba ocasiones de recorrer los contornos para recoger muestras. Con profunda ansiedad me dediqué también al estudio de los oscuros e insondables abismos de la astrología, y creo que me lancé tan allá como el autor pudo llevarme en sus fantásticas regiones; pero me pareció peligroso pasar más adelante en terreno tan resbaladizo, y mi juvenil espíritu llegó a creer que era preciso venderse al diablo en cuerpo y alma para poder adquirir el conocimiento de las estrellas. Estas excursiones científicas, que hacía frecuentemente en unión de mis hermanos, uno de los cuales reside ahora en el Canadá, siendo el otro presbítero en los Estados Unidos, satisfacían el intenso amor que profesaba a la naturaleza; y aunque solíamos volver hambrientos y fatigados hasta el punto de que el futuro párroco derramaba copioso llanto, eran sin embargo tan nuevas y tan interesantes las escenas que a nuestra vista se presentaban, que aun éste mismo esperaba el momento de acompañarnos de nuevo, con la misma ansiedad que la vez primera.
En una de estas exploraciones penetramos en una cantera de piedra caliza, y es imposible describir el placer y admiración con que empecé a recoger las conchas que encontraba en las calizas carboníferas de High Blantyre y de Cambuslang. Un cantero, viendo mi corta edad y mi entretenimiento me dirigió una de aquellas miradas tiernas con que los hombres benévolos y compasivos contemplan a los locos, y al preguntarle yo cómo habían podido aquellas conchas llegar hasta aquellas rocas, me contestó sencillamente, que cuando Dios hizo las rocas, hizo también en ellas las conchas que las adornaban. ¡Qué cantidad de problemas se hubieran ahorrado los geólogos con sólo adoptar la humilde filosofía de este pobre escocés!
Durante mis trabajos fabriles continuaba la lectura poniendo el libro en uno de los bastidores que tenía delante, de modo que a medida que mis manos adelantaban en su faena, mi espíritu iba enriqueciéndose con nuevas ideas, y de esta forma proseguía en mis estudios, sin que bastara a distraerme el estrépito de la maquinaria, debiendo a esta parte de mi educación la facilidad que ahora tengo de abstraer por completo mi espíritu de cuanto exteriormente le rodea, hasta el punto de leer y escribir con la mas perfecta tranquilidad entre los juegos infantiles y las bulliciosas danzas y canciones de los salvajes. El trabajo de hilar
algodón al que me dedicaron cuando tenía diecinueve años, era demasiado pesado para un muchacho de mi edad; pero como me pagaban bien, con lo que ganaba en el verano podía sostenerme durante el invierno en Glasgow, en donde cursaba medicina, asistiendo al mismo tiempo a la clase de griego, y a las lecciones de teología que explicaba el Dr.Wardlaw. Jamás recibí el menor auxilio de nadie; y hubiera conseguido, con el tiempo y mis propias fuerzas, llevar a cabo mi proyecto de ir a China como misionero médico, si algunos amigos no me hubieran aconsejado que ingresara en la Sociedad Misionera de Londres, digna del mayor elogio por su carácter pacífico y ajeno a todo espíritu de partido, y que exenta de toda ambición, sólo aspira a llevar el Evangelio a los gentiles. Como estas ideas coindicían con las mías respecto del verdadero objeto de esta clase de sociedades, me presenté en ella, aunque no sin cierta tristeza; porque no podía ser del todo agradable para quien estaba acostumbrado a obrar con arreglo a sus propias inspiraciones el sujetarse en cierto modo a voluntades ajenas, por lo cual confieso francamente que no me hubiera causado gran pena el ver desechados mis ofrecimientos.
Al recordar ahora mis primeros años, no puedo menos de regocijarme por aquella vida de afanes y trabajos que formó una parte tan importante de mi educación juvenil; y si fuera posible, me complacería en volver de nuevo a ella, viviendo en el mismo humilde estado, y pasando otra vez por aquellas penosas vicisitudes.
Ni el tiempo ni los viajes han podido borrar de mi alma los sentimientos de respeto que me inspiraban los sencillos habitantes de mi pueblo; porque eran en general muy buenos modelos de la honradez, moralidad e inteligencia que distinguen a la clase pobre de Escocia En una población de más de dos mil almas, había, como es lógico, variedad de caracteres, y prescindiendo de la generalidad, se contaban algunos hombres de verdadero mérito y recomendables cualidades dándoles gratuitamente la instrucción religiosa. Todos los vecinos tomaban un interés bien entendido en cuantas cuestiones públicas se presentaban, dando una nueva prueba de que los medios de educación de que disponían no les hacían peligrosos, sino más útiles para la población; y estimándose mutuamente, respetaban también como se merecía a la clase más elevada de las inmediaciones que, como el difunto lord Douglas, tenía confianza en su buen juicio y recto proceder.
La amable condescendencia de aquel noble, permitió que los más pobres de entre nosotros pudieran recorrer con entera libertad los antiguos dominios de Bothwell y otros sitios consagrados por los venerables recuerdos que se hallan consignados en los libros y tradiciones del país; y muy pocos de entre los nativos contemplarían aquellos restos queridos sin saber que en ellos se encerraba nuestra historia.
Las masas obreras de Escocía han leído la historia y no son revolucionarios que buscan la igualdad: se recrean con los recuerdos deWallace y Bruce, que son tenidos en gran estima y reverencia como los primitivos campeones de la libertad, y mientras que los extranjeros imaginan que por falta de resolución no destruimos a todos los capitalistas y aristócratas, nosotros nos contentamos con respetar nuestras leyes hasta que podamos cambiarlas, odiando esas estúpidas revoluciones que llegan a destruir instituciones venerables, queridas y respetadas igualmente por el rico y por el pobre.
Después de concluír mis estudios médicos y de defender mi tesis sobre un asunto que requería el empleo del estetoscopio para su diagnóstico, di motivo sin sospecharlo siquiera para que fuese mi examen más riguroso y prolongado de lo que suele acostumbrarse, siendo causa de esto una corta polémica que mantuve con los examinadores sobre la importancia de aquel instrumento, que no era tanta en mi sentir como se le atribuía. Lo más prudente en aquella ocasión hubiera sido no tener opinión propia; pero fui admitido sin embargo como licenciado en la Facultad de Medicina y Cirugía. Indecible fue el placer que experimenté al saberme miembro de una profesión consagrada por excelencia a la práctica de la caridad, y que de siglo en siglo va caminando con incansable energía buscando siempre el remedio de las desgracias de la humanidad.
Apto ya para llevar a la práctica mi primitivo proyecto, la guerra con la China, que se hallaba en su mayor auge, vino a impedírmelo bien a pesar mío. Me había formado la ilusión de que podría penetrar en aquel vasto imperio, entonces cerrado a Europa, por medio de mis conocimientos médicos; pero como no había esperanza de que la paz se restableciese, y gracias a los esfuerzos de Mr. Moffat se empezaba a abrir una nueva vía, decidí volver mis pensamientos hacia África, y después de ampliar en Inglaterra mis conocimientos teológicos, me embarqué hacia allí en 1840, llegando a la ciudad del Cabo a los tres meses de navegación. Me detuve en ella poco tiempo y me dirigí al interior rodeando la bahía de Algoa. Llegué enseguida y pasé los siguientes dieciséis años de mi vida, a saber, desde 1840 a 1856, trabajando como médico y misionero en África, sin ocasionar a los nativos gasto alguno.
En cuanto a la soltura literaria que se adquiere por la costumbre de escribir para el público, y que tan importante es para un autor, debo confesar que carezco de ella por completo, pues mi vida nómada, lejos de favorecerme para su adquisición, me ha sido perjudicial sobremanera, de modo que mi redacción es muy laboriosa y pesada. Me parece que de mejor grado cruzaría nuevamente el continente Africano, que escribiría otro libro, pues es más fácil viajar que hacer la narración del viaje. Al marchar a África, tenía la intención de continuar allí mis estudios; pero como luego me dediqué, además de a predicar, a cuantos trabajos manuales estaban a mi alcance, resultó que por la noche me encontraba tan cansado y falto de ánimo para el estudio, como en la época de mi estancia en la fábrica de Blantyre. El único pesar que me causaba mi sistema de vida en África, era la falta de tiempo para mi perfeccionamiento intelectual, y sabiendo esto, creo que el lector será indulgente con los primeros trabajos literarios de quien tiene la vanidad de creerse todavía bastante joven para aprender. El hombre de ciencia notará en esta obra la falta de ciertos detalles sobre algunos particulares de importancia; pero confío en hacerlos llegar a su noticia por diferente conducto, no habiendo creído conveniente incluirlos en un libro como el presente, destinado por su carácter popular a andar en manos de todos.





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