Ser ciudadano

Conciencia y praxis

Ser ciudadano

Barry Clarke, Paul

Editorial Sequitur
Fecha de edición octubre 2010

Idioma español

EAN 9788495363848
192 páginas
Libro Dimensiones 15 mm x 21 mm


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P.V.P.  17,00 €

Sin ejemplares (se puede encargar)

Resumen del libro

Descripción: Tras siglos errando por entre formalismos, la ciudadanía debe hacer acopio de sus tradiciones y adecuarse a la nueva pluralidad del mundo; debe aprender a escuchar y comprender las distintas voces y proyectarse en ellas. Sólo así conseguirá realizar su compromiso con la suerte del mundo. FRAGMENTO: Introducción.
La idea de ciudadanía que propongo en este libro pretende sumarse al proyecto que se propone ahondar en el desarrollo democrático, radical y postliberal de la política. Parto, por lo tanto, del principio de que el pensamiento liberal-democrático aún tiene mucho que decir en torno al objetivo de una mayor participación, tanto individual como compartida, ya sea en la experiencia de la propia vida o en la conformación de las condiciones generales de la misma. La realización de este proyecto depende, en última instancia, de dos conceptos gemelos: autonomía y ciudadanía. Este libro se centra en el segundo de estos conceptos, si bien, no olvida que, al tratarse de dos aspectos íntimamente relacionados de la vida política, no son separables. Ser autónomo significa actuar conforme a las razones que uno mismo se dé y asumiendo la responsabilidad de nuestra acción. Actuar como ciudadano significa ejercer esa autonomía en el ámbito público y en pos del bien común; dimensión universal de la acción política que el pensamiento occidental ha venido valorando desde antiguo y que este libro reafirma. Ser político es, a mi entender, un bien en sí mismo y el mecanismo más general para expresar nuestra condición política está en la ciudadanía y en la práctica de las virtudes cívicas. Lo que aquí sostendré es que, a pesar de las
muchas promesas proyectadas por la visión política del mundo, el espacio público, tal y como se ha venido concibiendo, no ha conseguido crear las condiciones propicias a la acción política y a la práctica de las virtudes cívicas -tampoco ha sabido, por otro lado, acotar la idea del bien común. La reacción moderna ante estas promesas incumplidas de la visión política
del mundo ha consistido en rechazar cualquier perfeccionismo y proponer como alternativa un liberalismo procedimental que, anteponiendo el derecho al bien, habría de permitir realizar los más variados y contrapuestos bienes en el marco de un ordenamiento globalmente neutro. Este tránsito del modelo clásico al moderno se ha visto reforzado por distintas ideas entre las cuales destaca aquella que sostiene que los fines más valiosos de la vida se consiguen en el ámbito de lo privado. La acción política ha dejado, en definitiva, de considerarse como un bien en sí mismo para pasar a ser un medio al servicio de otro fin. De todo esto ha resultado una concepción de la ciudadanía que, en el mejor de los casos, nada aporta a la vida de las personas y, en el peor, la distorsiona, cercena y vacía. Como se verá, los problemas que suscita la ciudadanía, aunque de reciente diagnóstico, son antiguos y profundos: se remiten a los fundamentos históricos y filosóficos del concepto. La ciudadanía suele inhibir y vaciar antes que emancipar y desarrollar. Ha venido estando ligada a una concepción estrecha y contenida de la democracia y a una idea excluyente y no inclusiva de la política. Con estas alforjas, las promesas de autonomía, emancipación, libertad y responsabilidad individual, que el actual discurso político reitera, transitan entre la hipocresía y la vacuidad. No hay, sin embargo, motivo para el pesimismo respecto a la idea y a la práctica de la ciudadanía. Las condiciones que han permitido identificar las flaquezas del concepto también permiten, como se verá, reavivarlo y convertirlo en trascendente y significativo para la vida y convivencia de las personas. La superación de esas flaquezas exigirá acometer una revisión radical de cuantas cuestiones se refieren a la ciudadanía. Deberán redefinirse ideas tan
asentadas en nuestro lenguaje y nuestra práctica que ya no acostumbramos a analizarlas. Este ejercicio de revisión es necesario, difícil y radical. Necesario, porque conviene sustituir la sensación de crisis que padecemos en estas postrimerías de milenio por el optimismo. Difícil, porque exige desenterrar los cimientos de algunos desafortunados conceptos y usos hondamente asentados en nuestra cultura y nuestro inconsciente. Radical, porque descentra la ciudadanía, hasta ahora enfocada hacia el Estado, en un proceso que obliga a modificar las heredadas concepciones de la política. Si las palabras
capacidad', autonomía', libertad' o responsabilidad individual' han de poder responder a alguna realidad será preciso acometer una profunda reconceptuación de la política y de las virtudes políticas. Mi análisis parte, por lo tanto, de las condiciones que han permitido advertir la flaqueza de los actuales conceptos de ciudadanía. El planteamiento es,
en este sentido, postliberal; pero no es anti-liberal. El pensamiento liberal tiene muchos elementos valiosos que no precisan defensa; pero también tiene sus fracasos, unos fracasos que sólo a él cabe imputar: no cumple todo lo que promete.
La promesa del liberalismo no se ha cumplido en su totalidad por varias razones, entre las que destacan dos: primero, la confusión generada por creer que si no se consigue identificar un bien común entonces tampoco pueden compartirse otros bienes y, luego, creer que el espacio público se diluye y desvanece cuando sus límites dejan de estar claramente definidos. Sostendré, por el contrario, que el desvanecimiento de los límites del espacio público permite la aparición de múltiples espacios públicos en los que compartir múltiples bienes. En términos generales, con la revisión postliberal del liberalismo
es posible, en la medida en que las acciones vienen a proyectarse sobre múltiples intereses compartidos que se refieren a múltiples objetos y públicos, realizar la autonomía y recobrar la política. Los distintos intereses y los distintos públicos se proyectan y combinan mutuamente en un proceso mediante el cual los círculos de interés van abarcando al yo, a los otros y al mundo (tanto social como natural). Y en esa acción autónoma que se proyecta hacia los bienes compartidos por distintos públicos entrelazados se encuentra el fundamento de la ciudadanía plena y de la renovada oportunidad de practicar las virtudes cívicas. Mi propuesta se sitúa más allá del debate entre liberalismo y comunitarismo o entre liberalismo y marxismo. Parto del principio de que algunos de los valores básicos del liberalismo son compatibles con el ejercicio de las virtudes cívicas. Si esos valores y estas virtudes se combinan, la mente consigue adquirir la conciencia, cívica y humana, necesaria para la política y la ciudadanía. Mi planteamiento es perfeccionista. Se inscribe en esa larga tradición intelectual que ha venido sosteniendo que la acción política no ya sólo es un bien en sí mismo sino que define la condición del hombre. (Este último término se entiende aquí conforme a la tradición occidental pero sin limitarse a ella; abogaré por un humanismo ampliado y no exclusivamente occidental.) Dante expresó muy bien esta idea con su concepción del politizare, del ser político por el valor y placer de serlo. Este tipo de perfeccionismo se caracteriza, como se verá, por no prescribir los contenidos de la existencia y de la acción política y no abogar, por lo tanto, por un único bien común. Tampoco cree que el bien se anteponga al derecho ni el derecho al bien. Este ejercicio de prioridades, propio del debate entre liberalismo y comunitarismo, resulta, a mi entender, equivocado por varias razones. Considero que si compete al Estado democrático, liberal y constitucional proteger el asociacionismo civil, ese mismo Estado también puede proteger los nuevos espacios de la nueva política. El politizare y la práctica de las virtudes cívicas sólo se realizan si se desarrollan las capacidades de las personas y este desarrollo debe venir propiciado y respaldado por el Estado a través de sus políticas sociales y educativas. Lo que aquí propongo es, en suma, una combinación entre el republicanismo cívico y un perfeccionismo de textura abierta. Esta propuesta es compatible con el liberalismo, convenientemente revisado en un sentido postliberal, y con la democracia consecuente, es decir, radical. El modelo de ciudadanía que propongo vincula la autonomía personal con la actividad política en una confluencia necesaria para el desarrollo de las capacidades y de la libertad del individuo. Esta confluencia se asienta sobre una tensión, inestable pero saludable, entre lo más recóndito e interior de la mente y las dimensiones exteriores de la acción. Una confluencia entre el ciudadano y el yo: un yo ciudadano capaz de entregarse a la tarea de ser un ciudadano pleno. La ciudadanía plena es el quehacer del yo ciudadano actuando en distintos lugares y espacios que no se remiten exclusivamente al Estado. Cuando el centro de la política ya no es estatal, la política puede ser todo aquello que signifique participación del individuo en una actividad compartida. Aunque la acción sea del individuo, el lugar y propósito de la actividad política tiene menos que ver con el individuo que con la dimensión compartida de la actividad. La ciudadanía plena tiene, en este sentido, menos relación con los derechos per se que con la actitud ética. No se basa tanto en un conjunto de derechos sino en el interés por la suerte no ya sólo de uno mismo sino de los demás y del mundo. Como señaló Kant, el respeto por uno mismo es un requisito del proceder ético pero un requisito guiado por el interés por la suerte de los otros y del mundo. Cabría pensar que, con esta vinculación entre autonomía personal y actitud política, las tradicionales distinciones entre lo social y lo político y entre lo personal y lo político quedan desdibujadas para mayor provecho de la política, que podría así extender sus límites. Esta extensión puede comportar dos riesgos: que el Estado aumente su poder y que todo acabe siendo político (el principio mismo del totalitarismo). El primer riesgo se evita demostrando que la ciudadanía plena se asienta sobre la acción, la responsabilidad y la conciencia del individuo; no es una 10 Ser ciudadano: conciencia y praxis imposición del Estado ni una vía para incrementar su poder. El segundo, demostrando que la política no debe, necesariamente, referirse a, o proyectarse
sobre, el Estado. El Estado, como se verá, se basa en la apropiación de una concepción estrecha de la política. La política no está circunscrita al Estado; de hecho, le preexiste. El ámbito de la política es más amplio que el del Estado, de ahí que quepa, y convenga, recobrar las dimensiones extraestatales de la política. Mi planteamiento parte de la constatación de que los límites entre el gobierno y la sociedad, entre lo público y lo privado, entre el Estado y la sociedad civil se están desdibujando. De ahí que considere que lo público y lo privado no sean ámbitos diferenciados sino ámbitos solapados. Algunas veces coinciden, y otras sus diferencias sólo lo son de matiz. La sociedad civil ha conocido una transformación tan profunda que ya se la puede considerar, de hecho, como una sociedad política. Se suele pensar que el desvanecimiento de los límites entre espacios propicia el totalitarismo y, aduciendo este temor, se rechazan aquellos planteamientos que propugnan algún tipo de solapamiento entre espacios. Estimo, sin embargo, injustificado este temor. El totalitarismo aparece cuando dejan de respetarse la individualidad, la autonomía y la conciencia individual, cuando la estructura social y la política se funden en una sola, cuando el sentido de las acciones ya no puede matizarse y cuando la acción política carece de dimensión ética. Mi planteamiento aleja cada uno de estos peligros. Las posibilidades que aquí esbozo están contenidas, en forma de embrión
y desde sus inicios, en nuestra tradición de pensamiento político. Son, por lo tanto, unas posibilidades realizables aunque aún no se hayan realizado. Mi razonamiento recurre inevitablemente, como casi toda teoría política, a un conjunto de desiderata, pero éstos pertenecen a una tradición vivida y pertenecen a ella como posibilidad. Su concreción depende, claro está, más de la acción que de la teoría. Pero esta última no deja, sin embargo, de ser importante: es uno de los elementos que configuran la percepción que de nosotros mismos y de nuestro lugar en el mundo tenemos. La percepción de uno mismo no es, en la vida social y política, la única medida de lo que somos pero es un componente importante de nuestra identidad. Dicho de otro modo, lo que existe, en términos políticos, es lo que, al menos en parte, consideramos que existe. Lo que creemos que existe, lo que imaginamos que ocurrió en el pasado, lo que pensamos de nuestro presente y lo que esperamos de nuestro futuro forma parte, dentro de unos límites -y sin duda existen límites-, del lugar en el que nos encontramos y del lugar al que pretendemos encaminarnos. No podemos inventarnos cualquier historia sobre nosotros mismos pero podemos hacer uso de nuestra imaginación. Una manera de percibirnos a nosotros puede ser aquella que vinculando el yo con la identidad política integra en nuestro modo de vida una actitud inequívocamente reflexiva y atenta a la suerte de nuestro mundo. Adoptar esta percepción supone cambiar nuestra actitud y, por lo tanto, modificar la realidad política. Significa pasar de una actitud política globalmente pasiva, inducida, cuando no exigida, por el Estado, a una actitud activa inducida, cuando
no exigida, por la asunción de la identidad política como elemento relevante de nuestra existencia. Esta asunción proyecta el alcance de la actividad y de la acción políticas mucho más allá de los límites convencionales de la política hasta abarcar, sin alejarse de la realidad, el terreno de los proyectos y de las visiones, de los significados y de la poesía. La política sin visiones, sin proyectos no es política. Lo que aquí se propone es una invitación a compartir una visión. No se pretende imponer nada. Sólo es una invitación a concebir o imaginar un desarrollo de la política que realce la ciudadanía sin extender los confines del Estado. Una visión, por lo tanto, no estatalista de la política en la que la dimensión política de la acción radica en el compromiso del individuo con el mundo y no en la proyección de la acción en el Estado. La distinción entre la política estatalista y la no estatalista es importante. Seguir extendiendo las formas estatalistas significaría, en el mejor de los casos, prolongar ese proceso de desencanto respecto a la política que ha acabado generando el generalizado desencanto respecto al mundo y, en el peor de los casos, producir una interferencia sistemática del Estado que acaba con la individualidad, la autonomía y con cualquier actitud ética. Ser un ciudadano pleno significa participar tanto en la dirección de la propia vida como en la definición de algunos de sus parámetros generales; significa tener conciencia de que se actúa en y para un mundo compartido con otros y de que nuestras respectivas identidades individuales se relacionan y se crean mutuamente. Ser un ciudadano pleno significa empeñarse en realizar el compromiso con el mundo, un compromiso re-encantado con el mundo.




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