Ob-scenas

La redefinición política de la imagen

Ob-scenas

Cruz Sánchez, Pedro Alberto

Editorial Nausícaä
Fecha de edición octubre 2008 · Edición nº 1

Idioma español

EAN 9788496633728
Libro


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P.V.P.  18,00 €

Sin ejemplares (se puede encargar)

Resumen del libro

Familiar es lo que no se ve; lo que ni siquiera es mirado porque ya lo fue una vez; en suma, es lo lejano, lo que se pierde y se hace borroso en la periferia de la experiencia. La demasiada distancia que separa al espectador de las imágenes ha ocasionado que lo cotidiano sea el escenario en que no acontece la imagen, en el que no termina de arraigar la mirada.
Es, precisamente, a partir de la realidad entregada por este diagnóstico, y conforme a los objetivos que el mismo se encarga de priorizar, que surge este estudio, con la principal premisa de precisar los factores necesarios para posibilitar una presencia de la imagen en el espacio social. Introducción (una polemología de la imagen ) 9
1. El régimen de invisibilidad del espectáculo 15
1. Imagen y terrorismo: el final de la comunicación 20
2. El anacronismo de la visión 27
2. La imagen obscena 37
1. La escenificación de lo no visto 47
2. La dimensión política de la tautología 55
3. La expresividad de lo político 67
4. La imagen como eventual 77
5. Prácticas del consumo excedentario
(Douglas Gordon) 91
6. La textura de lo visual (Jesús Segura) 105
7. La producción de presencia de la imagen 111
Bibliografía 121

9
INTRODUCCIÓN
(una polemología de la imagen )
Lo cotidiano del individuo es la convivencia con las imágenes; observación ésta que, por evidente y mil veces repetida, no parece despegarse del suelo de las obviedades y las frases tipo. A estas alturas, nadie duda de que la cotidianeidad se haya convertido en una iconosfera , en la que cada persona expresa y pone en juego su subjetividad en tanto que espectador. La radicalidad de esta praxis es tal que, pese a lo desalentador de la afi rmación, se impone la certeza de que lo que eres, lo eres mirando. Es ésta la causa por la que hablar del desenvolvimiento diario del individuo como lo que procura su convivencia con las imágenes no pretende ser una observación que se desestime al instante en función de su nula capacidad para aportar
algún elemento de novedad, sino que pretende enfatizar el modo en
que aquél se relaciona con todo el ambiente visual que le rodea y la
manera en que es mirando. Y, ¿qué es lo que implica dicho estado
de convivencia ? ¿En qué grado puede su análisis resultar de ayuda
para determinar, de una parte, la clase de visualidad que distingue
al momento presente, y, de otra, la producción de subjetividad que
arrastra el consumo de ésta?
A decir verdad, mediante la elección de un término como el de
convivencia no se pretende refl ejar exclusivamente una situación
consistente en el estar con las imágenes a diario; a lo que se aspira, antes bien, es a subrayar la modalidad de este estar con , las implicaciones que puede tener en todo proyecto que suponga la elaboración de una política de la visión. La convivencia , en este sentido, significa vivir juntos y, por tanto, vivir generando un sistema perfeccionado y unitario que comprende, entre sus límites, a diferentes
elementos. Hasta aquí, no parece existir objeción alguna; aunque y
es éste un primer dato revelador el problema que entraña el vivir
juntos es que la imagen es incorporada al ámbito de lo cotidiano
como un elemento más, completamente asimilado y provisto de una
familiaridad tal que no causa confl icto alguno. Con las imágenes se
convive porque no molestan, porque no perturban un sistema de
relaciones que, por el contrario, consolidan con su presencia, con su
estar. La dimensión social que se le otorga a la visualidad contemporánea responde, pues, a una concepción de la política que hunde su raíz en el concepto griego de polis: vivir juntos dentro de un mismo sistema. Y, paradójicamente, es esta participación política de la imagen en la estabilización de lo cotidiano como vivir juntos lo que la anula por entero como instrumento de transformación social.
Recuerda Chantal Mouff e, en una apreciación absolutamente
clarifi cadora, que, por lo general, la refl exión sobre lo político suele
olvidar la doble raíz etimológica de este término: a la ya consabida y
extendida de polis, hay que sumar la frecuentemente evitada de polemos, que añade a ella la dimensión del antagonismo y del conflicto.
Polémico es todo aquello que introduce el disenso, que amenaza la
integridad de una estructura y opera sobre ésta provocando su tensión
y reconfi guración problemática. Y, desde luego, si hay algo que
las imágenes no son hoy en día son polémicas; es más, la convivencia
con ellas es la garantía de su condición inocua y de la no colisión
de sus intereses con los del sistema en el que trabajan. En una de sus reflexiones acerca de las condiciones bajo las cuales el arte puede ser calificado legítimamente como político, indica Jacques Rancière que éste sólo lo es en tanto que los espacios y los tiempos que circunscribe y las formas de ocupación de estos tiempos y espacios que determina interfieren con esa circunscripción de espacios y tiempos, de sujetos y objetos, de lo privado y lo público, de las competencias e incompetencias que defi nen una comunidad política . La imagen sea artística o no únicamente será capaz de convertir lo cotidiano en un asunto polémico, en la medida en que su intervención en él se produzca en el marco de una política de la interferencia esto es, una política impulsada por la voluntad de cuestionar un determinado clima de consenso por medio de la introducción de parcelaciones subjetivas de lo social .
Parece claro, pues, que por política de la interferencia cabe entender, sobre todo, una polemología de la imagen, en virtud de la
cual lo visual dejaría de ser aquello que no molesta, que no compromete la estructura de lo cotidiano, para pasar a funcionar como
lo que genera la división. Ha sido nuevamente Rancière uno de los
autores que, de manera menos ambigua, se ha pronunciado al respecto de esto, aduciendo que lo propio de la igualdad reside menos en unifi car que en desclasifi car, en deshacer la supuesta naturalidad de los órdenes para remplazarla por las figuras polémicas de la división . En verdad, lo que sostiene un sistema de igualdad que aborta y esconde las líneas de división es una generalización de la diferencia, la cual trabaja, sin excepción, del lado de lo que se podría denominar una homologación de la experiencia. Allí donde nada divide, la igualdad se transforma en igualación, y ésta en la base de una jerarquización ontológica contenedora de una violencia extrema: la que
implica la superioridad indiscutible de lo mismo sobre lo otro ,
y la reducción de éste último a una mera proyección del yo. Para
como dice Luce Irigaray liberar el dos del uno 4, y acometer así
una concreción de la diferencia 5, es necesario tornar la verticalidad
impuesta por la unidad de lo mismo en la horizontalidad que surge
de la división de lo mismo. Dividir supone, en este sentido, que las
relaciones fundadas en el principio de autoridad desaparezcan a favor
de las relaciones afl oradas en el antagonismo y la confrontación
de diferentes experiencias de subjetivación de lo social. Por cuanto
hay motivos sufi cientes para pensar que es la división la que, a resultas de la redistribución en horizontal de las relaciones, gana para lo social el sentido de lo extenso y de lo superficial.
Uniendo los dos cabos de esta explicación, se obtiene una primera
conclusión que ayudará a clarifi car el tipo de gestión que se le
pretende dar al conjunto de los argumentos ahora deslizados, a saber:
que la imagen, siempre que divide polémicamente la unidad de
lo cotidiano, dota a lo social de un espacio, de una superfi cie, para
su discusión y puesta en confl icto. Ahora bien, lo que no debe quedar
descolgado de cualquier consideración ofrecida a este respecto
es que una polemología de la imagen como la aquí propuesta no
se puede comprender, en su más amplio alcance, si no es desde su
aceptación como representante de una forma de entender lo político
en clave emocional apasionada , si se prefi ere . Declara Mouff e
que son precisamente los racionalistas los que ponen en peligro la
democracia 6; y lo son porque, en su confi guración unitaria de la
sociedad, la escisión, la posibilidad de una multiplicidad inacabable
de posibilidades, no se contempla como una medida inteligente ni
saludable. Sólo la pasión divide, abre lo cerrado, suspende defi nitivamente la clausura y lo pactado. Si de alguna manera se puede
comprender el espacio social desplegado polémicamente por la
imagen, ésta no es otra que como una extensión de posibilidades
surgida en la división apasionada e incesante de lo cotidiano.
La pasión implica intensidad y, por tanto, proximidad de unos
cuerpos con otros, inmediatez de una presencia que afl ige y provoca padecimiento en quien recibe sus efectos. De ahí que la división, en tanto que desbaratamiento de una unidad racional que lo mantiene todo clasifi cado y a distancia, suponga el medio por el que la imagen se hace más cercana, más determinante en la configuración
de lo cotidiano. Una opinión de esta índole conlleva la admisión de
que, en la convivencia diaria del individuo con la imagen, ésta ocupa
siempre una posición alejada y periférica; lo cual, en sí mismo, parece
contradecir esa otra consideración realizada sobre ella, que la
interpretaba a la luz de la familiaridad con que era tratada de continuo por el espectador. Pero, contrariamente a lo que pueda parecer, tal incoherencia no existe, puesto que familiar es aquello que no molesta porque ha pasado a ser costumbre, y constituye, en consecuencia, un elemento de continuidad y estabilidad. Familiar es lo que no polemiza, lo que no cuestiona, lo que no interfi ere; familiar es lo que no se ve, lo que ni siquiera es mirado porque ya lo fue una vez, y constituye una experiencia conocida y tediosa; familiar, en suma, es
lo lejano, lo que se pierde y se hace borroso en la periferia de lo experiencial.
Es esta la razón por la que resultan cuanto menos dudosas
posturas como, por ejemplo, la del fotógrafo Raymond Depardon,
quien, estableciendo las coordenadas en las que se desenvuelve la
imagen política, afi rma: Yo hablo frecuentemente de distancia. Me
gusta estar lejos, nunca me ha gustado estar demasiado cerca. Pienso también que hace falta ser voyeur para dar una sensación, pasar su mirada, si no ninguna emoción se desprende. Se trata sin duda de dos cosas contradictorias, dos cosas complementarias, distancia y mirada. Es decir, pudor, respeto, ética, violencia, pasión
Distancia es lo que ya hay y, por ende, lo que no es necesario
apartarse, dar un paso hacia atrás, para conseguir. La demasiada
distancia, incluso, que separa al espectador de las imágenes ha ocasionado que lo cotidiano, que es el dominio por excelencia de la visualidad, sea el escenario en el que no acontece la imagen, en el que no termina de arraigar la mirada. Si hay un hecho que la imagen
debe procurar en su división polémica de lo social, éste es, sin duda,
la restitución del ver en las prácticas cotidianas. Y es que no puede
haber, en el momento presente, mayor polémica que la del ver; resulta
difícil encontrar empresa de más envergadura a encomendar
a una política de la interferencia , que la de traer las imágenes en
presencia del espectador. Cuando la unidad social determinada por
la violencia racionalista instaura el no-ver, la ceguera, como el elemento más efectivo para la cohesión de lo público y lo privado en
torno a una mismidad absoluta y pletórica, entonces, y sólo entonces,
es cuando una polemología de la imagen ha de traducirse en
estrategias que permitan la interferencia del ver en lo cotidiano. Es,
precisamente, a partir de la realidad entregada por este diagnóstico,
y conforme a los objetivos que el mismo se encarga de priorizar, que
surge este estudio, con la principal premisa de precisar los factores
necesarios para posibilitar una presencia de la imagen en el espacio
social.





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