El demonio del absoluto

El demonio del absoluto

Malraux, André

Editorial Galaxia Gutenberg
Lugar de edición Barcelona
Fecha de edición febrero 2009 · Edición nº 1

Idioma español

EAN 9788481097870
620 páginas
Libro encuadernado en tapa dura
Dimensiones 13 mm x 21 mm


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P.V.P.  25,00 €

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Resumen del libro

La gran biografía de Lawrence de Arabia escrita por André Malraux, en primera edición mundial en forma de libro independiente e inédita en castellano. A Lawrence de Arabia lo vi una vez. ... No estábamos en igualdad de condiciones. Él tenía en su haber los Siete pilares, su colaboración con Churchill y ese halo de misterio que le confería el Intelligence Service. Yo era un simple escritorzuelo francés que sólo tenía en el bolsillo el Goncourt... Malraux bucea en la vida de un personaje donde, como en su caso, se funden la historia y la leyenda, desde su lucha junto a las tribus árabes durante la primera Guerra Mundial a su personalidad más autodestructiva... ¿Quiso morir? -se pregunta Malraux- nunca he sabido la respuesta... FRAGMENTO I
El tiempo de los fracasos

Apenas destinaron al subteniente Lawrence al Intelligence Service de Egipto, comenzó su lucha contra el estado mayor de El Cairo.
Se esperaba una modesta sección de informaciones militares, una de cartografía y una oficina de servicio secreto capaz de complementar los servicios de seguridad de El Cairo. Los oficiales que le enviaron a finales de 1914 -el capitán Newcombe, que acababa de trazar el mapa del desierto del Sinaí so pretexto de realizar una misión arqueológica, con la colaboración de los dos jóvenes arqueólogos encargados de las excavaciones de Karkemish, Woolley y Lawrence- soñaban con crear un servicio lo bastante poderoso para desatar la revolución en Siria y en Mesopotamia, para levantar contra Turquía sus posesiones árabes, al igual que, a comienzos de siglo, se habían levantado contra ella sus posesiones cristianas. El oficial del ejército de Egipto , escribía Lawrence a su llegada, ignora patéticamente el otro lado de la frontera. Woolley, que se pasa el día sentado, hace planos e inventa fulgurantes bulos para la prensa. Newcombe dirige a una banda de espías de lo más agresivo, y habla con el general. Yo soy oficial de cartógrafos, escribo informes geográficos e intento convencer a la gente de que Siria no está poblada exclusivamente por turcos.
Rabia más que ironía. Aquel grupito de oficiales de información que se denominaban entre sí los Intrusos se exasperaban clamando ante oídos sordos la vulnerabilidad de la dominación turca desde Cilicia hasta las Indias. No sólo sabían por las estadísticas que el imperio enemigo contaba con diez millones y medio de árabes contra siete millones y medio de turcos; habían pasado años al otro lado de la frontera , eran conscientes de que la idea de patria había penetrado en el imperio otomano como un cáncer que había de provocar su muerte.
Abdul-Hamid, el sultán rojo que otrora prohibiera pronunciar la palabra patria incluso en el ejército, so pena de muerte, había comprendido que esa idea era incompatible con su imperio. No podía existir una patria otomana, sino sólo una patria turca. Con ella nacerían una patria macedonia, siria, armenia y árabe: Turquía sólo podía tener las de ganar a condición de perder el imperio. Apenas tomaron el poder en nombre de la nación, los Jóvenes Turcos hubieron de enfrentarse con las reivindicaciones de las naciones otrora vasallas.3 Los árabes -sobre todo los de Siria y Mesopotamia, gran número de los cuales ocupaba grados destacados en el ejército- habían participado con entusiasmo en la joven revolución turca, de la que esperaban que impusiera el federalismo. Al día siguiente de las elecciones -controladas por los Jóvenes Turcos- se sentaban en la Cámara sesenta diputados árabes contra ciento cincuenta turcos, tres en el Senado contra treinta y siete turcos; en pocos meses la CUP se hacía racista, identificándose con la ideología turaniana de Enver.4 Raras veces una revolución triunfante no genera una vuelta al nacionalismo por parte de los principales vencedores. Se disolvieron todas las sociedades no turcas, se reforzó la centralización administrativa y se persiguió el movimiento árabe. Los Jóvenes Turcos suscitaron más odio que el que suscitara Abdul-Hamid: los árabes habían concebido más esperanzas, y sus amigos de la víspera habían pasado a ser los nuevos tiranos.
La sociedad Fraternidad Árabe, en la que se habían agrupado, al aprobarse la Constitución, las antiguas sociedades secretas prohibidas por los Jóvenes Turcos, fue disuelta; éstos no toleraron ya más que dos sociedades árabes: el Club Literario, por ser de carácter sobre todo cultural y tener su sede en Constantinopla, y la Descentralización, porque estaba en El Cairo y contaba con la aprobación de los ingleses. No ignoraban que algunas secciones de ésta se habían fundado en las grandes ciudades de Siria; tampoco ignoraron durante más que un breve lapso de tiempo la existencia de una sociedad secreta formada exclusivamente por oficiales árabes, la Qahtaniya, cuya meta era instaurar una monarquía turco-árabe similar a la monarquía austrohúngara: la sociedad, traicionada, se desintegró. Pero continuaron ignorando, si no la existencia, al menos sí los medios de acción y los nombres de los miembros de la Fetah, fundada en París, que formó en menos de cuatro años el invisible marco de la resistencia siria. Tampoco conocieron muy bien la Ahad, en la que uno de los jefes de la Qahtaniya desarticulada, el comandante Aziz Alí, había agrupado a los oficiales árabes del ejército turco.
Durante la época del acuerdo entre árabes y turcos, en los inicios de la revolución, los Jóvenes Turcos habían nombrado jefe de los Santos Lugares, gran jerife de La Meca, al jerife Hussein ibn Alí.
Un hijo del gran jerife de La Meca, el emir Abdula, vicepresidente del Parlamento turco, pero miembro de la Fetah, de paso por El Cairo en febrero de 1914, visitó a lord Kitchener, a la sazón agente inglés para Egipto, le señaló -no sin prudencia- la extensión y el arraigo del movimiento sirio y se informó acerca de la actitud que adoptaría Inglaterra ante un levantamiento árabe. Kitchener contestó que las relaciones entre Gran Bretaña y Turquía eran cordiales y que su país no podía propiciar semejante levantamiento. No obstante, dio instrucciones al secretario para Oriente, Storrs, para que no rompiera relaciones con Abdula. Ambos eran grandes aficionados al ajedrez. ¿Cómo dos hombres que tenían un interés capital en cultivar una aparente amistad no habían de descubrir una pasión común? Abdula facilitó a Storrs más información sobre el movimiento árabe de la que le facilitara a Kitchener, y acabó pidiendo ametralladoras, petición que rechazó Storrs. Y ambos se mantuvieron a la espera.
¿Magnificaba Abdula, de modo genuinamente oriental, la sociedad a la que pertenecía? ¿Hablaba sólo en nombre de los conjurados, o también -y sobre todo- en nombre de su padre? El gran jerife era sin duda la única personalidad árabe lo bastante relevante para encabezar una revolución nacional. Kitchener se negaba a romper relaciones con el emir, máxime porque la aceptación por parte de Inglaterra de la influencia alemana en Turquía se le antojaba un garrafal error político al que intentaba buscar remedio. Todos los territorios a través de los cuales podía ser amenazado el canal de Suez, aun si pertenecían a los turcos, eran territorios árabes. Una federación árabe controlada por Gran Bretaña habría neutralizado en cierta medida la presencia de los alemanes en Constantinopla. Kitchener ordenó levantar un mapa del Sinaí so pretexto de una misión arqueológica, y no bien Alemania entró en guerra -Turquía todavía era neutral- encargó a Storrs que reanudara las relaciones con Abdula. El mensajero de Storrs llegó a La Meca en octubre. Acudía allí para informarse de cuál sería la postura de Hussein si Turquía entraba en guerra.
No sólo un levantamiento árabe, al dificultar el avance del ejército turco a través del desierto de Sinaí, habría resultado en extremo útil para la defensa de Egipto, sino que la posición estratégica del Heyaz era la mejor de toda Arabia; y la autoridad religiosa del gran jerife era tal, que la proclamación de la guerra santa por el califa (proclamación asegurada en el caso de entrar Turquía en guerra) sólo sería eficaz si él se unía a ella. Para Inglaterra, Turquía, pese a no ser todavía un país enemigo, se había convertido en un país hostil; mientras que Hussein, pese a la alianza de los turcos con los alemanes, estaba ahora ligado a ellos por el islam.
Descendiente del profeta, Hussein era jefe de la nobleza musulmana, y guardián y señor de las ciudades santas. Un anciano de distinción patricia, cuya inmensa fortuna procedía de los impuestos astutamente percibidos de los peregrinos de La Meca; un personaje a la vez profano y sagrado, como existe más de uno en el islam, un hombre sin el cual la guerra santa sólo habría sido santa a medias, y que disponía de uno de los más famosos harenes de cherkesas del islam.
Cuando el sultán Abdul-Hamid intentó basar su política en el panislamismo, exigió la presencia en Constantinopla de los principales miembros de la familia del profeta, entre ellos el emir Hussein. Éste pasó allí dieciocho años, con sus cuatro hijos; Abdula fue nombrado vicepresidente del Parlamento, y Feisal, diputado de Yidda. Al caer el sultán, el emir, quien mantenía excelentes relaciones con los Jóvenes Turcos (como ellos, había sido víctima del sultán, y los Jóvenes Turcos, a la sazón federalistas, hacían buenas migas con los árabes), fue enviado por ellos a La Meca, y utilizó toda su mano izquierda para volver a ser lo que habían sido los grandes jerifes de antaño: el soberano de las tribus del Heyaz. Sus hijos habían permanecido a la vera de los ministros.
Era probable que ahora odiase a los turcos, como los odiaban todos los grandes aristócratas árabes; pero aborrecer a los turcos no implicaba adorar a los ingleses, y no sólo se hace política con pasiones. ¿Había sido facultado Abdula para hablar en nombre de su padre, o había utilizado el nombre de éste para asegurar a la Fetah la ayuda de los ingleses? Quienes conocían mejor al gran jerife lo consideraban profundamente piadoso; sin embargo, él, descendiente del profeta, había utilizado contra el califa el juego de los tres pachás ateos ... Los dosieres de El Cairo daban a Lawrence y sus amigos la imagen de un hombre hábil -el sultán y quienes lo habían destronado le habían mantenido sus privilegios, sin por ello hacerlo sospechoso ante los árabes-, sin duda avaro, de una duplicidad ejemplar, de una ambición de fundador de imperio capaz de grandes designios -en conjunto, una persona muy poco fiable. Todo ello, por otra parte, en el terreno de la palabra, de la negociación; los ingleses todavía ignoraban lo que era capaz de hacer. Al parecer, los jefes de las sociedades, aunque muy a su pesar, daban consignas de lealtad: la autoridad turca, por dura que fuese, resultaba menos peligrosa que una autoridad occidental, y los franceses, ingleses y rusos miraban el mundo árabe con ternura de ogros. Feisal era partidario de intentar conseguir la independencia de los árabes en nombre de la ayuda que aportasen a Turquía. Hussein envió emisarios a Siria para intentar conocer con precisión la política y la fuerza de las sociedades secretas, y contestó a Storrs, con la rúbrica de Abdula, que su posición en el Islam le obligaba provisionalmente a la neutralidad, pero que no se oponía a un acuerdo con Gran Bretaña si ésta se hallaba en condiciones de suministrarle ayuda inmediata. Sólo se refería al Heyaz, y procuraba no comprometer en lo más mínimo al mundo árabe. No era la respuesta del jerife de La Meca, sino sólo la del soberano de las tribus del Heyaz.
Kitchener deseaba algo más que el alzamiento local, empresa que, por otra parte, Hussein no habría podido emprender sin comprometerse por completo. El 16 de octubre el general Maxwell, comandante en jefe en Egipto y amigo de Kitchener, escribía a éste expresándole lo mucho que deseaba dialogar con los árabes; al mismo tiempo Storrs le entregaba la respuesta firmada por Abdula. El 31 del mismo mes Kitchener informaba a Abdula de la entrada en guerra de Turquía, garantizando a su padre, si entraba en guerra junto a los Aliados, su título, sus derechos y sus privilegios, y la ayuda de Inglaterra a los árabes en su lucha por su libertad. Este mensaje llegó a Hussein hacia mediados de noviembre. Su texto en árabe se refería por primera vez a la nación árabe , e iba firmado por el apellido inglés más ilustre de Oriente. Cuando Abdula contestó a Storrs, se pactó un acuerdo de principio, que Hussein concretaría una vez concluyera su investigación.
A la llamada de los turcos para que se uniese a la proclamación de la guerra santa el gran jerife contestó que, de hacerlo, la flota inglesa bloquearía y bombardearía sus puertos; que, comoquiera que el avituallamiento de las ciudades santas sólo podía realizarse por mar, la primera consecuencia de la actitud que se exigía de él sería la hambruna en las ciudades que tenía a su cargo. El razonamiento era irrebatible. Pero si bien ello no demostraba que hubiese concertado un pacto con los ingleses, sí dejaba claro, de modo manifiesto, que Hussein practicaba una política personal. No hablaba ya como un funcionario turco, sino como un señor feudal. ¡Tanto nos da que los habitantes de La Meca pasen hambre, con tal de que se proclame la guerra santa!, pensaban los turcos (y más aún los alemanes). Hussein fue convocado por Yemal Pachá, quien tenía a su mando en Damasco el ejército de Siria, pero se guardó muy mucho de acudir: recibió sesenta mil libras turcas y envió el estandarte del profeta y cincuenta jinetes.

Biografía del autor

André Malraux (París 1901-Créteil, 1976) fue un novelista, arqueólogo, teórico del arte, activista político y funcionario público francés. En 1923 viajó a Indochina, donde participó activamente en la lucha de los revolucionarios annamitas por la independencia de Francia. A partir de sus experiencias asiáticas, escribió Los conquistadores, La vida real y La condición humana, por la que obtuvo el premio Goncourt. Su siguiente novela, La época del desprecio, está inspirada en un viaje a la Alemania de Hitler. Convertido en una de las personalidades más combativas de la cultura antifascista europea, participó en la Guerra Civil española, en el lado republicano, una experiencia que plasmó en La esperanza. Combatió como voluntario en la Segunda Guerra Mundial, en la cual desempeñó una importante actividad como coronel de la resistencia francesa. En 1947 se unió al gobierno provisional de Charles de Gaulle y entre 1959 y 1969 desempeñó el cargo de ministro de Cultura. Posteriormente, se retiró a las afueras de París, donde continuó escribiendo hasta su muerte.





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