Catriona

Catriona

Stevenson, Robert Louis

Editorial Anaya
Fecha de edición septiembre 2009

Idioma español
Traducción de Sánchez Bardón, Luis
Ilustrador Flores, Enrique

EAN 9788466784818
336 páginas
Libro Dimensiones 14 mm x 20 mm


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P.V.P.  10,50 €

Sin ejemplares (se puede encargar)

Resumen del libro

Aunque el propio Stevenson advierte de que es sino de las segundas partes defraudar a quienes las esperan , no es este el caso de 'Catriona' continuación de 'Secuestrado', y, por lo tanto, de las aventuras de su protagonista, David Balfour . En esta obra, además de la solución de algunas peripecias de la novela anterior, vivimos nuevas aventuras (incluido el enamoramiento de David Balfour de Catriona, el personaje femenino que da nombre a la obra), y, por supuesto, volvemos a disfrutar de la incomparable prosa de su autor. FRAGMENTO: I. Un mendigo a caballo
El 25 de agosto de 1751, hacia las dos de la tarde, salía yo, David Balfour, de la British Linen Company, escoltado por un mozo que me llevaba una bolsa de dinero, mientras algunos de los jefes más encopetados de la casa salían a despedirme desde las puertas de sus despachos. Dos días antes, e incluso hasta ayer por la mañana, era yo una especie de pordiosero al borde de un camino, cubierto de harapos, contando mis últimos chelines; tenía por compañero a un condenado por traición y con mi propia cabeza puesta a precio por un crimen que había alborotado a todo el país. Y hoy se me daba por herencia una posición en la vida, era un terrateniente, con un ordenanza del banco cargado con mi oro, cartas de recomendación en los bolsillos y (como suele decirse) con todos los triunfos en la mano. Se daban, sin embargo, dos circunstancias que bien pudieran trastocar el buen derrotero que habían tomado mis asuntos. Una era la difícil y peligrosa negociación que debía llevar a cabo; la segunda, el lugar en que me encontraba. La enorme ciudad sombría, y la agitación y el ruido de tal cantidad de gentes, resultaban para mí un mundo nuevo tras los ribazos pantanosos, las arenas de la costa y los apacibles campos en que había vivido hasta entonces. Me abatía particularmente aquella multitud ciudadana. El hijo de Rankeilor era flaco y corto de talla; apenas me cabían sus ropas y realmente no me favorecían para ir pavoneándome delante del ordenanza de un banco. Vestido así no conseguiría sino hacer reír a la gente y (lo que era peor en mi caso) hacerme blanco de habladurías. Así que resolví procurarme ropa a mi medida y, mientras caminaba al lado del ordenanza que llevaba mi bolsa, le eché el brazo al hombro, como si fuéramos un par de amigos. Me equipé en la tienda de un comerciante de Luckenbooths: nada que pecase de lujoso, pues no tenía la intención de presentarme como un mendigo a caballo , sino honestamente y como correspondía, de forma que impusiera respeto a los criados. De allí me fui a un armero donde conseguí una espada común, tal como cuadraba a mi posición en la vida. Me sentía más seguro con el arma, aunque (más bien ignorante de su uso) se podría decir que suponía un peligro más. Mi ordenanza, que era evidentemente hombre de cierta experiencia, juzgó que había seleccionado mi atavío con acierto. Nada que llame la atención dijo , una vestimenta decente y sencilla. Y en cuanto al espadín, a buen seguro que conviene a vuestro grado; pero, si yo estuviera en su lugar, habría dado mejor fachada a mi dinero.
Y me propuso que comprara unas calzas en la tienda de una señora del bajo Cowgate2, prima suya, que las tenía de lo mejor. Pero yo tenía asuntos más urgentes a mano. Me hallaba en esta vieja ciudad tenebrosa, lo más parecido del mundo a una conejera, no solo por el número de sus habitantes, sino también por el laberinto de sus travesías y callejones cerrados. Un lugar, ciertamente, donde a un extranjero no podía caerle en suerte hallar a un amigo, más si este era otro extranjero. Y aun suponiendo que atinase a dar con él, era tanta la gente que se apiñaba en estas altas casas, que bien pudiera pasarse buscando un día entero antes de acertar con la puerta justa. Lo común era contratar un mozo, de los que llamaban caddies; alguien que hacía de guía o piloto, conduciéndole a uno a donde necesitara ir y (hechas las diligencias) trayéndole de nuevo a donde se hospedara. Pero estos caddies, empleados siempre en la misma clase de servicios, y teniendo por fuerza de su oficio la obligación de estar bien informados de cada casa y persona de la ciudad, habían acabado por constituir una hermandad de espías; y yo mismo sabía, por los relatos del señor Campbell, cómo se pasaban las informaciones de unos a otros, con qué avidez curiosa iban dando cuerpo a sus conjeturas en torno a los asuntos de quienes los empleaban, y cómo eran los ojos y los dedos de la policía. En las circunstancias en que me hallaba habría sido prueba de muy escaso juicio poner tal hurón a mis talones. Debía realizar, tres visitas, todas necesarias y sin posible dilación: a mi pariente el señor Balfour de Pilrig; al abogado Stewart, el cual llevaba los asuntos de Appin; y a William Grant, Esquire5 de Prestongrange, Lord Advocate de Escocia. La del señor Balfour no era una visita comprometida y, además (puesto que Pilrig se hallaba en la región), confiaba en poder hallar el camino por mí mismo, con la ayuda de mis piernas y mi conocimiento del escocés. Pero las dos restantes eran casos diferentes. No solo se trataba de la visita al agente de Appin, en medio del escándalo que rodeaba a Appin debido al asesinato, lo cual era peligroso de por sí, sino que tal visita, además, era incompatible con la otra. Yo estaba dispuesto a pasar, en el mejor de los casos, un mal rato con el Lord Advocate Grant; pero ir a verle recién salido de la casa del agente de Appin era hacer un flaco favor a mis propios asuntos y, muy probablemente, sería la perdición de mi amigo Alan. Proceder así me daba, en conjunto, la impresión de estar de una parte corriendo con la liebre, y de otra, cazando con los podencos; nada de lo cual me satisfacía en absoluto. Decidí entonces realizar primero lo que debía solucionar con el señor Stewart y el lado jacobita del asunto, y aprovechar para ese propósito la guía del ordenanza que tenía a mi lado. Pero acababa de darle la dirección, cuando empezó a llover cuatro gotas sin consecuencias, a no ser por mi nuevo atavío y buscamos cobijo en un tramo a cubierto, en la entrada de un callejón sin salida. Tentado por la curiosidad, di unos pasos hacia el interior del callejón. El pavimento de la estrecha calzada descendía en pendiente. Las casas, increíblemente altas, pendían a cada lado combadas en sus aleros, un piso sobre otro, creciendo hasta lo alto donde solo se mostraba una cinta de cielo. Por lo que pude atisbar por las ventanas y por el aspecto respetable de las personas que entraban y salían, estas casas debían estar habitadas por gente de buena posición; todo lo que veía del lugar me interesaba como si fuera parte de una novela. Aún me absorbía esta contemplación, cuando sonaron tras de mí pasos secos y rítmicos entre un ruido de armas. Al darme la vuelta rápidamente vi una partida de soldados y, en medio de ellos, a un hombre de estatura elevada cubierto con un sobretodo. Caminaba un poco inclinado como si iniciara un gesto de cortesía airoso e insinuante: sus manos oscilaban con un movimiento de aplauso contenido y dejando asomar la astucia en su rostro noble. Creí sentir sobre mí sus ojos, pero no pude encontrar su mirada. Este cortejo pasó a nuestro lado hasta detenerse ante una puerta del callejón, que fue abierta por un lacayo de rica librea, conduciendo dos soldados al prisionero al interior de la casa y quedando el resto al pie de la puerta, apoyados en sus mosquetones. Ningún suceso en las calles de una ciudad ocurre sin el acompañamiento de desocupados y chiquillos. Y así sucedió ahora; pero la mayoría se disolvió pronto, hasta no quedar más que tres personas. Una de ellas era una joven que vestía como una dama y cuyo tocado completaba una escarapela con los colores de los Drummond. En cuanto a sus compañeros o (mejor diría) servidores, eran domésticos desharrapados, tales como los que yo había visto por docenas en mis viajes por las tierras altas. Los tres conversaban gravemente en gaélico. El acento de esta lengua me era particularmente dulce porque me recordaba a Alan; y aunque la lluvia había cesado y mi ordenanza tiraba de mí para que nos fuésemos, yo me aproximé aún más al grupo con la intención de escuchar. Regañados acaloradamente por la dama, los otros se excusaban servilmente, por lo que deduje que ella pertenecía a una casa principal. Mientras sucedía esto, los tres buscaban con insistencia sus bolsillos y, por lo que pude adivinar, terminaron por reunir apenas medio ochavo entre todos. Esto me hizo sonreír mientras miraba a estos montañeses, siempre los mismos, con su refinada educación y sus bolsas vacías. De pronto, la muchacha volvió casualmente la cabeza y vi entonces su rostro por vez primera. No hay cosa más admirable que la forma en que el rostro de una mujer se adueña de la mente de un hombre y ahí permanece sin que él sepa nunca decir por qué; como si hubiera sido precisamente eso lo que él deseara. Tenía unos ojos maravillosos, relucientes como estrellas; mas no fueron solamente sus ojos, pues lo que más vivamente recuerdo es el dibujo de sus labios entreabiertos cuando ella se volvió; sea por lo que fuese, permanecí allí mismo, mirándola como alelado. Ella, como si no se hubiese dado cuenta hasta entonces de tener a alguien tan cerca, me miró un poco más detenidamente y quizá con más sorpresa de lo que permiten las normas de la estricta cortesía. Por mi ruda cabeza provinciana, pasó la idea de que ella pudiera haberse impresionado ante mi flamante atuendo, con lo que enrojecí como una amapola; es de suponer que a la vista de mi azoramiento ella sacara sus propias conclusiones, porque se apartó a un lado del callejón con sus sirvientes y allí, donde yo no podía ya oír nada, volvieron a su disputa. Hasta aquel momento habían cautivado mi admiración algunas muchachas, pero rara vez con una intensidad tan brusca; y, más bien, me habían impulsado mis sentimientos hacia atrás que hacia adelante, pues me sentía extremadamente vulnerable frente a las burlas de las mujeres.

Biografía del autor

Robert Louis Stevenson (Edimburgo, Gran Bretaña, 1850 x{0026} x02013; Vailima, Samoa, 1894), hijo de un dominante constructor de faros, tuvo desde niño varias crisis pulmonares que le llevaron a una constante y nostálgica peregrinación en busca de climas más cálidos, hasta que en 1888 embarca hacia los mares del Sur y se establece en Samoa con su mujer, cumpliendo así el sueño de su corta vida. Sus estudios de náutica, que más tarde abandonaría por los de derecho, le permitieron entrar en contacto con las gentes y costumbres marineras, ingredientes fundamentales en algunas de sus obras más conocidas, como La isla del tesoro, La flecha negra o El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde.





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